La argumentación probatoria y su expresión en la sentencia


      CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL
       Lenguaje forense
      
      
       Andrés Ibáñez, Perfecto
       Magistrado
      
       LA ARGUMENTACIÓN PROBATORIA Y SU EXPRESIÓN EN LA SENTENCIA
       Ponencia
      
       Serie:  Interdisciplinar
      
      
      
      VOCES:  SENTENCIA. LENGUAJE JURIDICO. MOTIVACION.
      
      
       ÍNDICE
      
      
      I. Introducción
      II. Los hechos en el proceso
      III. Operar con "hechos"
      IV. Por qué ha de justificarse la decisión
      V. ¿En qué consiste la justificación?
      VI. Dinámica de la justificación
      VII. A manera de conclusión
      VIII. Bibliografía
      
      
       TEXTO
      
      
      I.  Introducción
      
      Ejercer jurisdicción es decir imparcialmente el Derecho en una situación controvertida o de conflicto. Por tanto, con referencia a un estado de cosas que se presenta al juez como problemático para que decida sobre él.
      
      Así entendido, el concepto de jurisdicción resulta aplicable al tratamiento judicial de cualquier litigio, en el que, por lo regular, unos sujetos tendrán pretensiones relativas a algún objeto o bien jurídico, en general, recíprocamente excluyentes, y cada uno de ellos reclamará para la propia la declaración de ser conforme a derecho con el reconocimiento de determinados efectos que le convienen.
      
      En este sentido la experiencia jurisdiccional puede tomarse como un fenómeno unitario, que opera como instrumento legal de averiguación o determinación de hechos controvertidos, connotados por el dato de ser jurídicamente relevantes, para resolver sobre ellos conforme a Derecho. Afirmación ésta que vierte ya directamente sobre el fenómeno probatorio, que es el que aquí concretamente interesa.
      
      Jurisdicción implica proceso como secuencia de actividades normalizadas y, entre éstas, en todos los casos, las que tienen por fin acreditar que un cierto hecho ha tenido o no existencia real.
      
      Esa inexcusable referencia a estados de cosas con existencia histórica, presentes en las afirmaciones de las partes implicadas y, también, en las del juez que ponen fin al proceso, conecta intensamente a éste con una categoría conceptual de suma relevancia en la materia que nos ocupa: la de verdad. Tanto que, no sólo para el procesalista, sino, antes aún, en el sentido común del común de los ciudadanos, la misma idea de decisión justa se encuentra estrechamente asociada a la fijación veraz de los hechos, por procedimientos y conforme a criterios que se considera generalmente válidos a ese efecto.
      
      El concepto de verdad procesal ha producido abundante literatura y algunos tópicos, entre ellos el que se cifra en la distinción de dos calidades de la misma, "formal" y "material", en función del tipo de proceso (en particular, penal y civil) y en atención a la naturaleza pública o privada de los intereses en juego. Pero lo cierto es que administrar justicia sólo puede ser gestionar con criterios racionales problemas del mundo real y difícilmente podría sostenerse (y menos aceptarse) hoy una forma de ejercerla que discurriera por sistema de espaldas al dato empírico.
      
      De este modo, no cabe duda que la calidad de verdad que puede producir, en general, el proceso, tiene en todo caso una dimensión inevitablemente formal, en la medida en que su búsqueda está sujeta a limitaciones procedimentales de diverso tipo y debe darse por concluida en algún momento legalmente prefijado. Pero esto no implica que se haya optado por designar, convencionalmente y a cualquier precio, como verdad a lo que salga como tal de un proceso y por esto sólo. Se opera, como presupuesto, con la evidencia empírica de que -incluso con las limitaciones aludidas, dadas en garantía de determinados valores o derechos- el proceso tal como hoy idealmente se le concibe, a través de la actividad probatoria, permite acceder a un grado aceptable de certeza práctica sobre los hechos que sirven de base a la decisión judicial.
      
      Una de las limitaciones que concurren a caracterizar el tipo de verdad fáctica que se persigue en el proceso, viene dada por la circunstancia de que éste sólo debe versar sobre hechos que sean relevantes para el Derecho. Lo que implica el establecimiento de un previo criterio de selección, que afecta tanto al tipo de cuestiones susceptibles de ser tratadas procesalmente como a la clase de datos de posible aportación relativos a éstas.
      
      Pero, dentro de estos límites y de las limitaciones probatorias antes aludidas, el sistema se orienta básicamente a hacer coincidir la realidad procesal con la realidad empírica. A esta finalidad responde de manera sustancial la vigencia del principio de contradicción, que, en contra de lo que parece convencionalmente sugerirse, implica bastante más que un cuadro de reglas de juego, puesto que, en realidad, instaura un método,  el más acreditado, de averiguación de la verdad. A él se refiere expresivamente la sentencia popular: "de la discusión sale la luz". Que tiene un equivalente en la afirmación del procesal-penalista Pagano: "la verdad es como la luz que salta por la percusión de dos cuerpos".
      
      Esta dimensión de método es determinante, en el sentido de que el desconocimiento de sus exigencias, sea por obra del legislador o de la actitud del juez, reduce o excluye en la misma medida la aptitud del proceso como medio para alcanzar una verdad en materia de hechos digna de ese nombre.
      
      
      
      II.  Los hechos en el proceso
      
      Bertrand Russell, al comienzo de una de sus obras que versa sobre cuestiones de verdad y significado, señalaba que la primera dificultad que presentan algunos problemas es que, a quienes tienen que afrontarlos, les falta la conciencia de que existan realmente como tales. Pues bien, algo parecido podría decirse al abordar una cuestión de apariencia pacífica como la que ahora va a ocuparnos, la quaestio facti en el proceso. Generalmente, no ha sido percibida como problemática, o, al menos, como problemática de sus verdaderos problemas, ante los que la cultura jurídica convencional ha permanecido francamente indiferente. Podría haber complejidades probatorias en un proceso concreto, pero se ha dado por sentado que el juez dispone de instrumentos conceptuales idóneos y del bagaje cultural preciso para operar con eficacia en ese campo, lo que no es del todo cierto.
      
      Se trata de una actitud que no es reprochable a los jueces a título de indiferencia o desinterés. El asunto tiene raíces más profundas, que dan al tema bastante mayor alcance, y es que la aproximación ingenua o desproblematizadora al mundo de los hechos en la experiencia jurídica es consecuencia directa de la (de)formación de los jueces y de los juristas en la cultura del positivismo jurídico. Esta, como bien se sabe, prescinde, en general, del tratamiento de la quaestio facti en el ámbito teórico de la aplicación del derecho y sintetiza el papel del juez al respecto en el viejo brocardo da mihi factum dabo tibi ius; que tiene, a su vez, una proyección específica en el ámbito del Derecho probatorio, en la consideración de ciertos medios de prueba como directos, esto es, dotados de una aptitud especial para poner fácilmente al juzgador en contacto inmediato, es decir, sin mediaciones, con los hechos concebidos como entidades dotadas de existencia objetiva en el plano de la realidad extraprocesal.
      
      Pero los hechos no ingresan en el proceso como entidades naturales, como porciones de pura realidad en bruto. La aptitud de los datos empíricos para integrar la cuestión fáctica, el thema probandum de un eventual proceso se debe a la razón (artificial) de que interesan, es decir, son relevantes, para el Derecho; que, por eso, los ha preseleccionado en abstracto como integrantes del supuesto de hecho de alguna norma, asociando a ellos consecuencias jurídicas para el caso de que llegaran a producirse en concreto. Es lo que, a su vez, determina que pueda nacer en alguien el interés por afirmar y probar su existencia o su inexistencia. De esta manera y por esta vía es como los hechos pueden llegar a adquirir estatuto procesal, es decir, al ser contenido de ciertos enunciados, como materia semántica y, siempre, porque se les tiene por jurídicamente relevantes.
      
      Cuando los hechos adquieren relevancia procesal ya no existen como tales, pertenecen al pasado. Pero si hubieran tenido existencia real, si hubieran llegado a producirse realmente, quedará de ellos alguna representación, rastros, huellas, en personas o cosas. Por eso, no son constatables y únicamente pueden inferirse probatoriamente a partir de lo que de ellos pudiera permanecer.
      
      En consecuencia no es de hechos en sentido ontológico, sino de enunciados sobre hechos de lo que se trata en el proceso. Y, así, los valores de verdad o falsedad sólo pueden predicarse de las correspondientes aserciones. Los hechos como tales no son verdaderos ni falsos, habrán o no tenido existencia real y en función de ello, las relativas afirmaciones guardarán o no una relación de correspondencia con la realidad. En el proceso, el que pretende lo hace a partir de una afirmación de contenido fáctico que presenta como cierta y susceptible de acreditarse como tal, y a la que atribuye aptitud para ser subsumida en una previsión legal, de donde se derivará el efecto jurídico que persigue.
      
      A la aludida complejidad del material fáctico como objeto de conocimiento se une la circunstancia de que, en su vertiente procesal, lo que habitualmente se designa como "los hechos", dista de ser asimismo una cuestión simple.
      
      Ya Bentham advirtió que, aunque, en teoría, se puede concebir un hecho de absoluta simplicidad, en la práctica, lo que se denota como "un hecho" es siempre "una agregación de hechos, un complejo de hechos". Por eso, el propio Bentham distinguía el hecho principal, cuya existencia o inexistencia se trataría de probar, del hecho probatorio, que es el empleado para acreditar la existencia o inexistencia de aquel. Esta distinción tiene hoy carta de naturaleza y, además, se ha hecho algo más compleja.
      
      Así, Ubertis distingue, en el plano más general, entre hechos "jurídico-sustanciales", que son aptos para recibir una calificación jurídica y hechos "jurídico-procesales", que para existir como tales requieren la previa instauración de un proceso y que tienen respecto de los primeros un carácter funcional o instrumental, dentro de la economía del procedimiento probatorio.
      
      El hecho "jurídico-sustancial" por antonomasia es el hecho principal, que en el caso del proceso penal es el que resulta ser objeto de imputación, el que acota, pues, el área de la actividad probatoria y es en sí mismo jurídicamente relevante. Su correspondiente procesal-civil sería el hecho o hechos "constitutivos" ("impeditivos" o "extintivos").
      
      Taruffo dice que el hecho principal integra el conjunto de circunstancias que forman la premisa fáctica de la norma aplicable y son el presupuesto necesario para que se produzcan los efectos jurídicos previstos en aquélla.
      
      Según lo ya anticipado, es claro que el hecho principal es singular sólo por una convención lingüística, pues dentro de él cabe identificar diversos segmentos individualizables mediante el análisis. No sólo: hacerlo es el insustituible modo de operar con rigor en la materia. De ahí que el propio Ubertis, se muestre partidario de hacer uso de la categoría de hechos primarios, para referirse a los distintos tramos o fragmentos individualizables del hecho principal. Y esto no por algún prurito de sofisticación clasificatoria, sino para dotar del máximo de precisión al discurso probatorio.
      
      Lugar preferente entre los hechos jurídicos procesales, ya aludidos, ocupan los hechos probatorios, que son los datos o las informaciones aptas para probar cuando se los emplea como premisa menor de un razonamiento inferencial a la que se aplica una máxima de experiencia. A esta categoría clasificatoria pertenecen los hechos notorios y los elementos de prueba.
      
      
      
      III.  Operar con "hechos"
      
      Los datos fácticos acceden al juicio y antes al proceso mismo, como afirmaciones complejas, estructuradas en forma de hipótesis o propuestas de explicación, a las que se acompaña con la indicación de determinadas fuentes de información aptas para aportar datos idóneos para la confirmación de aquéllas.
      
      Son afirmaciones, que, prima facie, deben aparecer dotadas de verosimilitud y susceptibles de integrar el supuesto de hecho de una norma, dado que el objetivo buscado es práctico: provocar un efecto jurídico vinculante. Y gozan ya de cierto grado de elaboración pues quien las formula habrá procurado dotarlas de funcionalidad al fin perseguido. En el caso del proceso penal, la hipótesis acusatoria habrá estado precedida de una actividad de investigación (incluso, ya antes, aunque ésta sea informal, la querella del particular). En el caso del proceso civil, el demandante, antes de dar forma a su pretensión, se habrá cuidado de anticipar, siquiera mentalmente, el efecto posible de los elementos de juicio que está en condiciones de suministrar.
      
      Por otra parte, tanto en el escrito de acusación como en la demanda civil hay un diseño estratégico subyacente, que sugiere un plan de desarrollo de la actividad probatoria y una propuesta de lectura del previsible resultado de la misma dirigida al juzgador. Este diseño estratégico, aun siendo implícito, deberá gozar de cierta visibilidad que le haga perceptible e incluso sugestivo a los ojos del juez. En efecto, piénsese que ya antes de que se desarrolle el procedimiento probatorio en el correspondiente momento procesal, las proposiciones de prueba de las partes tendrán que haber superado el filtro que representa el pronunciamiento acerca de su admisión.
      
      En este punto corresponde al tribunal emitir una decisión selectiva sobre los distintos medios de prueba propuestos, que se resuelve en un juicio de relevancia. A efectos de admisión es relevante toda prueba que conectada a la afirmación de hechos que hace la parte que la propone, en el supuesto de asumirse ésta como verdadera, el resultado de esa prueba podría aportar elementos de juicio válidos para su confirmación. Es, pues, un juicio acerca de la presumible eficacia o rendimiento de un concreto medio probatorio en el contexto predeterminado por la formulación de un thema probandum.
      
      Este último llega al juicio como hipótesis, como versión que se postula acerca de lo sucedido en el asunto que se debate, para que como tal sea examinada de forma contradictoria. La hipótesis sugiere una relación de coherencia entre los distintos elementos integrantes de la cuestión de hecho, que es lo que la hace plausible. Y se ofrece como comprobable a partir de los datos susceptibles de obtenerse de las fuentes de prueba que se señalan. La hipótesis es, pues, una propuesta de explicación, que debe aparecer verosímil, es decir, dotada de apariencia de verdad en lo que afirma. Pero ella misma no prueba, precisa ser probada.
      
      En el área del enjuiciamiento, por tanto, se trabaja con hipótesis ofrecidas por las partes, de ahí que suelan presentarse normalmente en términos alternativos, esto es, excluyentes. Con ellas se opera conforme a la metodología hipotético-deductiva, que en este caso consiste en deducir los efectos reales que tendrían que haberse producido si la hipótesis fuese verdadera, para, seguidamente, comprobar mediante las pruebas si aquéllos han tenido existencia histórica cierta en el plano empírico.
      
      Una buena hipótesis, ya en el momento inicial de su planteamiento, debe aparecer capaz de abrazar todos los hechos relevantes en su complejidad, organizarlos adecuadamente, sugerir una explicación a simple vista convincente sobre la forma de su producción. Después, resultará, además, efectivamente explicativa cuando sea compatible e integre armónicamente el conjunto de los elementos aportados por la actividad probatoria. Este efecto eventual no se produce de forma automática ni necesaria: la explicación mediante la hipótesis más convincente, una vez confirmada, no genera certeza deductiva sino conocimiento probable. Por eso, debe, primero, ser examinada críticamente en su aptitud para explicar, y, luego, de resultar acogida, ha de justificarse el porqué de esta opción.Precisamente porque el método judicial de adquisición de conocimiento está inevitablemente abierto a la posibilidad de error, es por lo que resulta tan importante operar con método y teniendo clara conciencia de los pasos que se dan en la formulación de las inferencias y de hasta dónde lleva realmente cada uno de ellos.
      
      A este respecto es preciso tener en cuenta que, en contra de lo que sugiere una convención muy arraigada en la cultura judicial de la prueba, que, como se ha anticipado, no existen pruebas directas en el sentido -atribuido a ese término en algún momento por Carnelutti- de aptas para poner al juez en contacto inmediato con el thema probandum. Ese criterio clasificatorio ha solido reservarse para las pruebas testifical y documental, cual si estuvieran dotadas de una especial capacidad representativa de hechos. Pero lo cierto es que ni el testigo ni el documento permiten al juez percibir directamente el hecho que se trataría de probar. Suele decirse que el único juez que podría juzgar juzgar con prueba directa sería el que hubiese presenciado la realización del hecho justiciable. Pero ni aun así, puesto que ese juez-testigo (y, por tanto, prevenido y no imparcial) tendría que deponer en esa segunda condición ante el tribunal competente para el enjuiciamiento.
      
      El juez, a través de la declaración testifical -como en el caso de cualquier otro medio de prueba- no constata, sino que puede inferir que en un momento anterior tuvo lugar el acaecimiento de un cierto hecho. Y ello pasando de lo único directamente percibido, la declaración escuchada (con todos los problemas implícitos en la interpretación de cualquier discurso), a lo que constituye su referente, mediante una apreciación crítica ciertamente compleja, puesto que deberá comprender todos los datos que podrían hacer o no atendible las manifestaciones del testigo: autenticidad, capacidad para la observación, calidad de memoria... Un ejercicio, el de la crítica del testimonio, nada fácil, puesto que, por ejemplo, la riqueza en contenido de datos, que a simple vista podría parecer un valor, quizá sea debida a una peligrosa reelaboración, no necesariamente intencional y consciente.
      
      Es, precisamente, la variedad y la complejidad de los factores implícitos en la prueba a que se alude y la insuficiente conciencia que se tiene de ello, en virtud del tópico aludido, lo que hace de la testifical una prueba cargada de riesgo, sobre todo cuando es única, y no se diga si de un único testigo.
      
      El modo de proceder en el ámbito de la valoración de la prueba debe ser inicialmente analítico: el resultado de cada medio probatorio habrá de ser considerado en ese momento en su individualidad, como si fuera el único. Esta clase de examen requiere, primero, la identificación de la correspondiente fuente de prueba (la persona, el documento, el objeto de la pericia) y su localización original en el escenario de los hechos o el tipo de relación mantenida con éstos. Habrá de valorarse también la aptitud del medio probatorio propuesto para obtener información útil de la fuente de que se trate, habida cuenta de sus circunstancias, del estado de conservación, en función del transcurso del tiempo y de otros datos. Producido el examen deberá concretarse el rendimiento en elementos de prueba susceptibles de valoración.
      
      En el curso de esta actividad valorativa el juez hace uso de máximas de experiencia: el universal que permite pasar de un enunciado particular de hecho a una conclusión (otro enunciado) de la misma clase. Se trata de generalizaciones de saber empírico de muy diverso valor, que en ningún caso producen certeza deductiva. Ello hace que la actitud crítica del juez deba extenderse también a la calidad de las propias máximas de experiencia de que se sirve. Puesto que es obvio que, por ejemplo, no merecen el mismo grado de fiabilidad la que sugiere que las persona unidas por vínculos afectivos a alguna de las partes tienden a la parcialidad del testimonio, que la que dice que si el suelo está mojado es porque ha llovido.
      
      En la materia probatoria no existe un catálogo cerrado de reglas que pauten el modus operandi judicial. Sí hay algunos criterios dignos de consideración, que los autores, entre ellos, particularmente, Taruffo, concretan en los siguientes: No deberá acudirse al uso de métodos que en la consideración común sean tenidos por irracionales. Es preciso operar con conciencia de que la prueba como resultado no lo es nunca de una simple constatación, sino de un complejo de inferencias, de algunas operaciones mentales que atribuyen un protagonismo inevitable al juzgador. Este ha de tener claro, en el curso de aquéllas, cuando y, sobre todo, por qué da el salto de un dato antecedente a una conclusión. Es decir, con qué base de apoyo y en función de qué regla y el grado de seguridad que ésta ofrece por su calidad. Debe saber que cuando se opera mediante una cadena de inferencias a mayor número de éstas menor garantía en el resultado de la inducción probatoria. Que las pruebas son tanto más eficaces cuando más ricas en contenido empírico. Que por lo general explica mejor la hipótesis más simple... Que, en fin, aquélla que resulte acogida, habrá de integrar armónicamente todos los datos relevantes derivados de la actividad probatoria.
      
      La valoración o apreciación conjunta, como he dicho, sólo puede producirse en un segundo momento. Esto no quiere decir que en el curso del análisis deba/pueda prescindirse de la perspectiva global del cuadro probatorio. De forma natural el resultado de cada medio de prueba irá produciendo su efecto en la conciencia del juez, le aportará un grado de información, generando un estado de conocimiento abierto a la integración de nuevos datos procedentes de los restantes medios de prueba. Pero es inexcusable que en algún momento cada uno de éstos haya sido analizado como si fuera el único disponible, para evaluarlo de forma individualizada. Sólo una vez examinado de este modo el resultado de la totalidad de la prueba propuesta, deberá el juzgador proceder de forma reflexiva a la evaluación global del mismo.
      
      En la concepción de la actividad probatoria que aquí se postula, la valoración conjunta tiene reservado un papel muy diferente al tradicionalmente desempeñado en la práctica jurisdiccional y que guarda relación, como luego se advertirá, con la emergencia del deber de motivar. La valoración conjunta de la prueba en su versión histórica era en realidad una cláusula de estilo, una fórmula ritual tras de la que se ocultaba un uso incondicionado del arbitrio valorativo. A veces, la simple vía de escape para eludir las dificultades de tratamiento de un cuadro probatorio complejo y decidir cómoda y, con toda probabilidad, intuitivamente.
      
      
      
      IV.  Por qué ha de justificarse la decisión
      
      Constata Aarnio que "la gente exige no sólo decisiones dotadas de autoridad sino que pide razones. Esto vale también para la administración de justicia. La responsabilidad del juez se ha convertido cada vez más en la responsabilidad de justificar sus decisiones... maximizar el control público de la decisión".
      
      Y es que, como ya he dicho, si de la recepción por el juez de diversas afirmaciones en materia de hechos se siguiera necesariamente una determinada conclusión también fáctica susceptible como tal de ser conocidas por terceros, la expresión de la ratio decidendi, la justificación de la decisión carecería de sentido. Pero ocurre que en la materia se abre un amplio margen de apreciación al criterio del operador judicial, quien, por ello, tiene la responsabilidad de la opción y de la racionalidad o irracionalidad de ésta.
      
      Los juristas y los jueces, cierto que desde hace no mucho tiempo, acostumbramos a hablar de motivación de las sentencias en términos que ya sugieren con claridad la exigencia de un discurso justificativo. Lo que no se tiene tan claro, en cambio, es que, como ha subrayado Ferrajoli, motivar una sentencia en materia de hechos es justificar una inducción, lo que, sépalo o no el juez, le lleva a un terreno escombrado de dificultades en el que han vertido no pocos esfuerzos autores como Hanson, Hempel y el propio Russell, entre muchos otros. De esta manera, cuando las leyes procesales dejan esa tarea en manos del juzgador imponiéndole el uso del criterio racional, la sana crítica o la valoración en conciencia, como instrumento de trabajo, más que resolver el problema lo plantean en toda su extensión. Pues, como sucede con la inducción en general, también en la inducción probatoria del juez, la conclusión va más allá de las premisas y el conocimiento que proporciona no puede considerarse cierto sólo porque éstas lo sean, precisamente, porque la afirmación en que aquélla se expresa implica un salto de lo que se conoce a lo que se trata de conocer por ese procedimiento, un ir más allá en contenido informativo de los antecedentes de que se había dispuesto.
      
      El conocimiento obtenido mediante la inducción probatoria es conocimiento probable, que no pierde ese estatuto epistemológico por más que se exprese formalmente en una sentencia firme. Por ello, la garantía de su atendibilidad tiene que ver con el rigor en la obtención de los datos a través de los distintos cursos inferenciales. En nuestro caso, con la selección y el tratamiento de las fuentes de prueba, con la calidad de las máximas de experiencia aplicadas para la producción de los distintos elementos de prueba y en la puesta en relación de estos entre sí.
      
      
      
      V.  ¿En qué consiste la justificación?
      
      Es un lugar común en la literatura jurisprudencial afirmar que la motivación consiste en que el juez exteriorice el proceso lógico, incluso psicológico por el que ha llegado a la adopción de la decisión. Por ejemplo, una sentencia de la Sala Segunda, de 29 de 2000, dice que el fin de la motivación en materia de hechos es dar a conocer "el proceso de convicción del órgano jurisdiccional..." Este modo de concebir la motivación es francamente erróneo. Primero, porque en él se produce una confusión de dos planos, el de la decisión y el de su justificación, que el juez debe conscientemente diferenciar, por más que, es obvio, se interrelacionan en el desarrollo práctico de su tarea. Y, en segundo término, porque en cada uno de esos dos planos se opera con criterios metodológicos de distinta naturaleza, pues el proceso decisional es de carácter heurístico, de búsqueda o descubrimiento de las premisas y de los parámetros o criterios de decisión, lo que, por otra parte, hace que quien lo protagoniza no pueda tener de él una percepción del grado de objetividad -diríase externa- que sería preciso para verterla al exterior con fidelidad notarial. Escribe Saramago, en uno de sus últimos libros: "En rigor no tomamos decisiones, son las decisiones las que nos toman a nosotros". Naturalmente, es un modo metafórico de expresarse, pero no cabe duda que la cita apunta con verdadera fortuna descriptiva un aspecto -y un riesgo- del modus operandi en la materia que no debe dejarse de lado.
      
      En el modelo, hoy constitucional, se trata de que el deber de motivar preactúe -y buena parte de su eficacia radica en que efectivamente lo haga- sobre el curso de la actividad propiamente decisoria, circunscribiéndolo dentro de un marco de racionalidad. Pero es claro que, en la elaboración de la sentencia, el momento de la justificación sigue y se abre, lógicamente, una vez que la decisión ha sido adoptada. Por eso, lo que puede y debe hacer el juez no es describir o casi mejor transcribir el propio proceso decisional, sino justificar con rigor intelectual la corrección de la decisión adoptada.
      
      Es preciso acreditar que la decisión no es arbitraria sino que se funda en razones objetivables, esto es, susceptibles de verbalización, y dignas de ser tenidas por intersubjetivamente válidas. WrOblewski, por su parte, ha distinguido dos planos dentro del área de la justificación: uno interno, del que debe resultar que existe una relación de coherencia entre las premisas que vertebran la sentencia y la conclusión. Y otro externo, que mira a asegurar la racionalidad probatoria en la fijación de las premisas fácticas. Esta, es cierto, se produce en un marco de libre valoración, pero bien entendido que, en este caso, libertad sólo quiere decir proscripción de la prueba tasada. El juez, en la apreciación de la prueba, es libre frente al legislador, por decisión de éste, pero no lo es para operar al margen de lo sucedido en el juicio ni de espaldas a los criterios habituales del operar racional.
      
      Así, motivar la decisión sobre los hechos quiere decir elaborar una justificación específica de la opción consistente en tener algunos de éstos por probados, sobre la base de los elementos de prueba obtenidos contradictoriamente en el juicio. Y, como se ha anticipado, el correspondiente deber apunta no sólo a hacer inteligible la decisión y a dotarla de la necesaria transparencia, sino también a asegurar un modo de actuar racional en el ámbito previo de la fijación de las premisas fácticas del fallo. El juez que asuma con profesionalidad y honestidad intelectual el deber de motivar se esforzará por eliminar de su discurso valorativo aquellos elementos cuya asunción no fuera susceptible de justificación racional, para moverse únicamente en el ámbito de lo racionalmente justificable (Iacoviello).
      
      Cuando el juez decide tener unos hechos como probados, es que los considera realmente producidos. Se decanta por una de las hipótesis concurrentes, excluyendo la o las restantes y debe dejar constancia del porqué.
      
      
      
      VI.  Dinámica de la justificación
      
      Tomemos, como punto de partida, un supuesto recurrente en la práctica de la justicia penal: el atraco a un banco. El juicio se abre porque concurre una hipótesis acusatoria, es decir, una propuesta de explicación plausible de lo realmente ocurrido, que llega al tribunal acompañada de la proposición de unas pruebas, prima facie consideradas relevantes, esto es atinentes al asunto y aptas en principio para confirmar las afirmaciones de la acusación.
      
      El atraco fue ejecutado por varios individuos, que portaban armas. Dos llegaron en un vehículo, otro estaba a la espera y permaneció en el exterior de la entidad bancaria, junto con un cuarto que, habiendo accedido ya antes a la misma, franqueó la puerta a los primeros a la vez que salía.
      
      El hecho así descrito sintéticamente, incluyendo la identidad y la distribución de los distintos papeles entre los implicados, constituye el thema probandum, la imputación, esto es el hecho con relevancia típica o hecho principal que es susceptible de descomponerse en una serie de hechos (los primarios del mismo Ubertis), que corresponderían a los distintos elementos del tipo. Como es obvio, por su complejidad y por la necesidad inevitable, debido a eso, de proceder por pasos, una hipótesis acusatoria en general no se prueba en su totalidad y de una vez. Con ella suele operarse de forma fragmentaria, segmentándola en sub hipótesis, sobre las que, de la misma forma regional vierten normalmente los datos procedentes de las distintas fuentes de prueba, que hacen referencia a esa segunda categoría de hechos.
      
      La actividad probatoria puede aportar elementos de juicio aptos para integrar directamente la imputación o hecho principal, es decir, hechos primarios y, finalmente, los hechos probados. Pero también datos probatorios, que en sí mismos no son susceptibles de recibir ninguna calificación jurídica y que únicamente sirven para hacer prueba sobre los primeros (principal y primarios). Estos hechos acceden al proceso, ya por razón de notoriedad, o como elementos de prueba.
      
      Por otro lado, es bien patente que en el proceso, comparece otra clase de hechos, mejor sería decir actos procesales, que son los integrantes de la secuencia probatoria, en particular, los medios de prueba, mediante los que se opera sobre las distintas fuentes de prueba.
      
      Como he señalado antes, el esfuerzo clasificatorio evidenciado en el empleo de esas categorías no responde a una simple veleidad teórica, sino que, fruto de una reflexión analítica sobre la práctica de los tribunales, puede retornar a ésta para hacerla más rigurosa. En efecto, ese acervo conceptual constituye el instrumental de que se valen quienes intervienen en el proceso, incluso cuando no son conscientes de ello. Y no cabe duda de que un uso reflexivo del mismo ayudará eficazmente tanto en la formulación de la hipótesis acusatoria o de la demanda como en su discusión y en la propuesta de alternativas a una u otra y, en particular, en el examen del resultado de la actividad probatoria y su valoración.
      
      En este último campo, el procedimiento no es de verificación, en contra de lo que a veces de dice, porque las hipótesis judiciales no son susceptibles de experimentación: pueden únicamente ser confirmadas o refutadas mediante el resultado de la actividad probatoria. La verdad procesal no se demuestra, se prueba.
      
      Pues bien, lo que el juez ha de acreditar de forma explícita mediante el proceso de justificación o motivación es el uso correcto de esos instrumentos. Esto es, que ha operado de forma racional -por tanto en cada caso y en cada paso con un porqué verbalizable- para tomar la decisión de acoger o rechazar alguna de las hipótesis o intentos de explicación que le fueron presentadas.
      
      Debe, por tanto, comenzar por recoger en la sentencia las hipótesis en contraste, y expresar con claridad como reacciona cada una de ella a tenor de lo que resulta del cuadro probatorio. Bien entendido que éste, como producto sintético de lo ocurrido en el juicio, supone una previa valoración analítica de la calidad de cada fuente de prueba y de la(s) máxima(s) de experiencia empleadas en su examen, y del rendimiento de cada uno de los medios de prueba. De todo ello se debe dar cuenta en la resolución.
      
      El modo de proceder suele descomponerse en los siguientes pasos: (1) formulada una hipótesis (por ejemplo: Fulano ha robado dinero, en un atraco en el que resultó lesionado); (2) se deducen de ella las consecuencias que, de ser cierta, se derivarían de la misma (Fulano tendría que presentar los estigmas propios de un traumatismo, guardado o hecho uso del dinero...); y (3) se comprueba si el resultado de la actividad probatoria permite tener por existentes en la realidad los signos de esa hipótesis (Fulano fue asistido por un médico, presenta una cicatriz, cambió ostensiblemente de estándar de vida...).
      
      Una hipótesis puede estimarse verdadera cuando se muestra compatible con los datos probatorios, porque los integra y explica en su totalidad, armónicamente; y no resulta desmentida por ninguno de ellos. Esto no quiere decir que una buena hipótesis no pueda dejar algún "cabo suelto", algún dato sin explicar. Pero éste, para tenerla por válida, nunca podría ser fundamental en la economía de la misma.
      
      Según Copi, las exigencias que debe satisfacer una hipótesis para que pueda ser tomada en consideración son las siguientes: relevancia (el hecho que se trata de explicar debe ser deducible de ella); susceptibilidad de control (ha de resultar posible formular observaciones que permitan confirmarla o invalidarla); compatibilidad con las hipótesis previamente establecidas (una hipótesis compleja no admite contradicción entre sus distintos segmentos, debe ser autoconsistente); aptitud para explicar (debe optarse por la que más y mejor explica); y simplicidad (tanto en la experiencia ordinaria como en la científica, es preferible la teoría más simple que se adapta a todos los hechos disponibles).
      
      Como resulta patente y sabemos muy bien los juristas, en la tarea jurisdiccional relativa a los hechos concurre un extraordinario margen de maniobra. Por ello, el que la ejerce, debe ser muy consciente del porqué de los pasos que da en el curso de su realización. En este sentido, motivar es autoimponerse límites.
      
      El que, a grandes rasgos, acaba de exponerse es el método propio para obtener conocimiento fáctico de calidad en cualquier campo del saber empírico y es, por tanto, el que ha de seguirse en la actividad jurisdiccional, para que ésta conduzca a una convicción racional y racionalmente justificable. Así, pues, el juez debe hacer uso de esa clase de instrumentos, todavía no suficientemente introducidos en su acervo cultural. Porque, insisto, es la única vía de aproximación racional a la quaestio facti y el único modo de ejercer un control de ese carácter en el proceso de formación de criterio sobre la misma.
      
      El uso de ese método es lo que permite, además, una justificación suficiente e intersubjetivamente válida de la decisión. En efecto, una convicción obtenida en virtud de una corazonada, de un movimiento del ánimo o por empatía, es necesariamente injustificable. Lo que no ocurrirá con aquélla a la que se llegue de la forma que se propugna.
      
      Este modo de operar complica, no cabe duda, el trabajo del juez. Pero sólo relativamente, porque también le ayuda de manera eficaz en él. Por otra parte, hay que señalar, con esas pautas de actuación no se importa en el campo de la jurisdicción una complejidad que le sea ajena: simplemente resulta explicitada la que le es propia, que permanecía oculta bajo una concepción psicologista y falseadora de la verdadera naturaleza de la función de juzgar. Por lo demás, la dificultad del método es sólo aparente y tiene mucho que ver con el factor de novedad.
      
      No todos los casos de valoración y justificación de la decisión exigen el mismo esfuerzo. Pero en todos ellos habrá de hacerse el necesario para que el lector de la sentencia pueda tener claro: cuál o cuáles han sido las hipótesis de partida relativas al hecho principal y sus elementos integrantes (hechos primarios); cuáles las fuentes de prueba utilizadas y por qué medios se ha producido su examen; y cuáles los elementos de prueba obtenidos en cada caso y su aportación al resultado que se expresa en la decisión sobre los hechos. Y también de qué máximas de experiencia se ha hecho uso y por qué, puesto que es sabido que no todas son de la misma calidad.
      
      Es necesario que los presupuestos procesales -esto es, probatorios- de la valoración de la prueba tengan expresión en la sentencia, y el lugar adecuado para hacerlo es el que la Ley Orgánica del Poder Judicial llama sin demasiada fortuna "antecedentes de hecho" (art. 248.3.°). En efecto, una sentencia en la que no exista constancia -mediante una síntesis suficientemente explicativa, elaborada con honestidad intelectual- de lo sucedido en el ámbito de la prueba no podrá ser bien entendida y, menos, discutida por quien la lea. Y es obvio que la sentencia ha de resultar un documento autosuficiente a esos efectos. (Aunque parezca mentira, no faltan ocasiones en las que un juez se remite "en aras de la brevedad, al acta del juicio").
      
      De otro lado, una vez relacionado el material probatorio, y puesto que el actuar del juez con él es inevitablemente selectivo, deberá dejar constancia expresa y asimismo suficiente del porqué de las distintas opciones que realiza. Así, constatado que el testigo A ha dicho X, deberá poder saberse la razón de dar o negar credibilidad a su testimonio. Porque tiene que haber alguna razón.
      
      20 Estas últimas consideraciones remiten a un tipo de objeción, recurrente en el discurso de quienes se muestran reticentes frente a un planteamiento exigente del deber de motivar y asimismo presente en cierta jurisprudencia. Me refiero al valor que implícita y también explícitamente se otorga al factor intuición, cuyo uso no es susceptible de ser verbalizado (el "sexto sentido" judicial y policial, de que se ha hecho eco alguna sentencia). Pues bien, de aceptarse como legítimo su uso en la valoración de la prueba, habría que responder a la pregunta de si cabe reconocer validez a sentencias condenatorias sin más justificación que el acto de fe o la simple relación empática del juez con un testigo.
      
      El ejemplo que mejor ilustra esta clase de supuestos es el de la sentencia condenatoria fundada en un único testimonio de cargo valorado intuitivamente. La verdad es que el caso-límite suele ser de construcción libresca y de escasa recurrencia estadística. Pero el aludido es un tipo de caso que no deja de darse. A mi juicio, una situación probatoria de ese género tendría que desembocar en la absolución por insuficiencia de prueba, dada la imposibilidad de justificar debidamente la decisión. Esta conclusión es la que reclama la lógica de un sistema inspirado en el principio de presunción de inocencia y que ha dado rango constitucional al deber de motivar las sentencias. Pero también aboga por ella una poderosa razón de carácter práctico: la de evitar salidas cómodas en la valoración de un cuadro probatorio, que raramente será de tanta simplicidad, pues lo más frecuente es que concurran algunos elementos de contraste aptos para confrontar las manifestaciones de los implicados.
      
      En este punto, dando por supuesta la radical importancia de la inmediación, es preciso señalar asimismo el riesgo de cierto modo de entenderla. La importancia es obvia, puesto que la formación de juicio exige contacto directo con las fuentes y medios de prueba, y obtención personal de las conclusiones en la materia. El riesgo radica en que, en contra de lo que sugiere un arraigado tópico jurisprudencial, la inmediación no es el método, sino un recurso instrumental, cierto que de capital significación. Es condición necesaria pero no suficiente de una correcta apreciación de la prueba y no puede absolutizarse en su valor sin convertirla en una suerte de coartada que permita al juez huir del cumplimiento del deber de justificar en todo caso y de forma suficiente sus decisiones. Sin inmediación no podría hablarse de verdadero enjuiciamiento, pero ésta no asegura una correcta valoración de la prueba, de la que (dando por supuesta aquélla) sólo la justificación racional de la decisión puede ser garantía eficaz.
      
      Aunque lo normal -y hasta obvio, en principio- es que la actividad probatoria desemboque en una declaración de hechos probados, podría darse el supuesto de imposibilidad objetiva de tener algunos como tales. Esto sucede, por ejemplo en el proceso penal, en las ocasiones en que concurre una radical ilicitud de la prueba ofrecida en apoyo de la hipótesis acusatoria, de manera que, a falta de prueba valorable, el resultado sólo puede ser de vacío de hechos. La jurisprudencia exigía, incluso en estos supuestos, en una interpretación literalista de los arts. 142 y 851.1.° de la Ley de E. Criminal, la concreción de unos hechos como probados, con el resultado de forzar a los tribunales a suponer como tales algún conjunto de circunstancias ni siquiera dotadas de calidad fáctica en sentido estricto (por ejemplo, un determinado modo irregular de proceder policial o judicial). Pues bien, de operarse como aquí se propone, se evitarían esas mistificaciones, porque la sentencia, aun sin hechos probados (porque, en efecto, los de la acusación no pudieron serlo por radical ausencia de prueba valorable) daría cuenta del porqué de esa forma de presentación, permitiendo un abordaje crítico de la misma y su eventual revocación, puesto que los criterios de la decisión resultarían trasparentes. Para que así sea, deberían recogerse en la resolución con detalle suficiente y como "antecedentes procesales" todas las incidencias relevantes del atípico curso probatorio y, luego, valorarse en derecho en el área de la motivación.
      
      
      
      VII.  A manera de conclusión
      
      El seminario en que se inscribe esta intervención versa sobre el lenguaje forense, del que -podría parecer- a lo largo de estas páginas no se ha dicho una palabra. Por ello se impone una reflexión final al respecto.
      
      El sintagma "lenguaje forense" tomado no en abstracto sino referido a una situación concreta denota el modo como se expresan -y, antes aún, como razonan- en general, los juristas de ese preciso momento. Pues bien, en tal dimensión, es decir, como forma de manifestarse los juristas, como medio de interlocución de éstos entre sí y con su entorno acerca de los problemas y asuntos de que se ocupan, aquel traduce un estado de cultura, una manera de entender el propio oficio.
      
      Nuestro lenguaje forense de hoy nos sirve, por tanto, para decir, pero, a la vez dice mucho de nosotros mismos. Y, en particular, el lenguaje de las sentencias, traduce o expresa una forma de concebir la jurisdicción. Por otra parte, muy especialmente, en el ejercicio de ésta, la manera de argumentar sobre la prueba, de discurrir sobre los hechos, de entender y, sobre todo, practicar la motivación, es bastante más que una cuestión técnica, remite a un asunto de fondo que es el modelo de juez que, en realidad, se quiere o no se quiere.
      
      En una sentencia de la Sala Segunda, dictada muy a finales de los 70, se decía que el tribunal "debe abstenerse de recoger...la resultancia aislada de las pruebas practicadas... el análisis o valoración de las mismas, totalmente ocioso e innecesario dada la soberanía que la ley concede para dicha valoración que debe permanecer incógnita en la conciencia de los juzgadores y en el secreto de las deliberaciones; dicho de otro modo... el tribunal no puede ni debe dar explicaciones del porqué llegó a las conclusiones fácticas...".
      
      Más cerca de nosotros, ya entrados los 90, en otra sentencia de la misma Sala se lee que la convicción "depende de una serie de circunstancias de percepción, experiencia y hasta intuición, que no son expresables a través de la motivación...".
      
      Y un autor como Ruiz Vadillo, hace apenas unos años, dejó escrito que no es "obligado ni necesario" que el tribunal explique el "porqué de la relevancia dada a cada medio, en concreto por qué se creyó a dos testigos y se dejó de creer a tres o por qué se dio más credibilidad a un informe pericial que a otro... Lo importante -concluía- es decir cuáles son los hechos inequívocamente probados y de ellos obtener la correspondiente conclusión".
      
      Hoy, probablemente, no es demasiado fácil ver por escrito este tipo de manifestaciones. En cambio es de lo más frecuente encontrar formas claras de una aceptación tácita de lo que implican. Por ejemplo, en los miles de "vistos" que los fiscales ponen a resoluciones rigurosamente inmotivadas, siempre que les den la razón en el fondo. También, en las muchas ocasiones en que los letrados, cuando la sentencia en forma de ukase favorece su posición de parte, impugnan un recurso defendiendo la incoercible soberanía del juzgador. A pesar del sentido -preconstitucional, predemocrático- del poder como suprema potestas superiorem non recognoscens, que se expresa en ese concepto, cuando es patente que el poder del juez, como el de cualquier autoridad del Estado de derecho es inconcebible al margen de la idea de límite.
      
      Se trata, pues, como he anticipado de una cuestión central, la del modelo de juez. En los textos que he transcrito, de una forma patente, y en las actitudes a que acabo de aludir, de forma algo más discreta, luce claramente un (anti)modelo de juez y de jurisdicción, autoritario y decisionista, que nadie defendería hoy de manera expresa. Se trata de un (anti)modelo que tiene, naturalmente, su propio lenguaje, el que ahora nos preocupa. Un lenguaje dotado de una clara funcionalidad: es el más adecuado para mandar sin dar explicaciones, creando, eso sí, una atmósfera de cierto ritualismo y sugiriendo una racionalidad de fondo, sólo aparente puesto que oculta apenas la consagración del arbitrio en aspectos centrales de la decisión.
      
      Ese patrón, que podría decirse -más o menos- superado en el discurso teórico, no lo está en modo alguno. Un síntoma claro es que lo que aquí se ha planteado, el objeto de este encuentro, es el lenguaje forense como problema. Algo de lo más pertinente, pues, en efecto, lo es. En una primera aproximación, porque genera dificultades de comprensión y en el plano de la comunicación, pero esto no es, con todo, lo más importante. El núcleo de la cuestión radica en que el lenguaje constituye un síntoma relevante del modo de ser actual de la función jurisdiccional (tomada en el conjunto de sus operadores), que no se adecua lo bastante al paradigma felizmente acogido en la Constitución de 1978.
      
      No diré que desde esa fecha no se hayan dado pasos significativos, pero son insuficientes. Sobre todo porque en la materia no se ha operado con la radicalidad exigible, quizá porque falta conciencia de la necesidad de afrontar la cuestión como lo que realmente es: un crucial problema de fondo, de raíz, de matriz cultural.
      
      En el caso de la jurisdicción, el habitual hermetismo en el discurso, es trasunto de una modalidad de poder, soberano en el viejo sentido, que se manifiesta en forma de diktat, como mandato desnudo y que se justifica de manera formal por el sólo hecho de provenir de una determinada instancia. En ese contexto basta con que resulte claro el sentido del fallo al sólo efecto de provocar una determinada actitud en el destinatario. La calidad de los antecedentes y el curso de formación de la misma resultan objetivamente indiferentes.
      
      La preocupación por lo que supone ese modo de operar judicial es antigua y se concreta en una gama de variadas opciones operativas, desde el "juicio de Dios", a la prueba tasada, al principio de presunción de inocencia como regla de juicio conectado con el de contradicción y la exigencia de motivación. Ambos, considerados en la plenitud de sus implicaciones, expresan el máximo de conciencia sobre los problemas de la jurisdicción como forma de ejercicio del poder, una materia que afortunadamente preocupa cada vez más y en la que hay un largo camino por recorrer y que debería recorrerse.
      
      El lenguaje forense es un punto en ese camino, pero sería un grave error hacerle objeto de una consideración aislada, porque es un síntoma, extraordinariamente elocuente, pero un síntoma. Tanto que si en una experiencia de laboratorio fuera posible producir, de una vez, un juez en todo conforme al ideal representado por el modelo de referencia, le veríamos expresarse de una forma diferente a la que hoy es todavía corriente entre nosotros. Con esto no quiero decir que no merezca la pena incidir en este momento, de manera puntual, en el plano de la expresión lingüística. Debe hacerse, porque siempre será útil. Pero, para que ese esfuerzo resulte realmente eficaz, de la clase de eficacia que se necesita, es preciso que se integre en un ambicioso diseño estratégico de cambio cultural. Esta es, en realidad, la verdadera apuesta.
      
      
      
      VIII.  Bibliografía
      
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