Neoconstitucionalismo y Ponderación Judicial
Por:Luis Prieto
Sanchís
(Universidad de
Castilla – La Mancha)
1. ¿Qué
puede entenderse por Neoconstitucionalismo?
Neoconstitucionalismo, constitucionalismo
contemporáneo o, a veces también, constitucionalismo a secas son expresiones o
rúbricas de uso cada día más difundido y que se aplican de un modo un tanto
confuso para aludir a distintos aspectos de una, presuntamente, nueva cultura
jurídica. Creo que son tres las acepciones principales1. En primer
lugar, el constitucionalismo puede encarnar un cierto tipo de Estado de
Derecho, designando por tanto el modelo institucional de una determinada forma
de organización política. En segundo término, el constitucionalismo es también
una teoría apta para explicar las características de dicho modelo. Finalmente,
por constitucionalismo cabe entender, también, la ideología que justifica o
defiende la fórmula política así designada.
Aquí nos ocuparemos preferentemente
de algunos aspectos relativos a las dos primeras acepciones, pero conviene
decir algo sobre la tercera. En realidad, el (neo) constitucionalismo, como
ideología, presenta diferentes niveles o proyecciones. El primero y aquí menos
problemático es el que puede identificarse con aquella filosofía política que
considera que el Estado Constitucional de Derecho representa la mejor o más
justa forma de organización política. Naturalmente, que sea aquí el menos
problemático no significa que carezca de problemas; todo lo contrario,
presentar el constitucionalismo como la mejor forma de gobierno ha de hacer
frente a una objeción importante, que es la objeción democrática o de
supremacía del legislador: a más Constitución y a mayores garantías judiciales,
inevitablemente se reducen las esferas de decisión de las mayorías
parlamentarias, y ocasión tendremos de comprobar que esta es una de las
consecuencias de la ponderación judicial.
Una
segunda dimensión del constitucionalismo como ideología es aquella que pretende
ofrecer consecuencias metodológicas o conceptuales y que puede resumirse así:
dado que el constitucionalismo es el modelo óptimo de Estado de Derecho, al
menos allí donde existe cabe sostener una vinculación necesaria entre el
Derecho y la moral y postular por tanto alguna forma de obligación de
obediencia al Derecho. Por último, la tercera versión del constitucionalismo
ideológico, que suele ir unida a la anterior y que tal vez podría denominarse
constitucionalismo dogmático, representa
una nueva visión de la actitud interpretativa y de las tareas de la ciencia y
de la teoría del Derecho, propugnando bien la adopción de un punto de vista
interno o comprometido por parte del jurista, bien una labor critica y no sólo
descriptiva por parte del científico del Derecho. Ejemplos de estas dos últimas
implicaciones pueden encontrarse en los planteamientos de autores como DWORKIN,
HABERMAS, ALEXY, NINO, ZAGREBELSKY y, aunque tal vez de un modo más matizado,
FERRAJOLI2.
2.
El modelo de Estado Constitucional de Derecho
En la primera acepción, como tipo de Estado de Derecho, cabe decir que
el neoconstitucionalismo es el resultado de la convergencia de dos tradiciones
constitucionales que con frecuencia han caminado separadas3: una
primera que concibe la Constitución como regla de juego de la competencia social
y política, como pacto de mínimos que permite asegurar la autonomía de los
individuos como sujetos privados y como agentes políticos a fin de que sean
ellos, en un marco democrático y relativamente igualitario, quienes desarrollen
libremente su plan de vida personal y adopten en lo fundamental las decisiones
colectivas pertenecientes en cada momento histórico. En líneas generales, ésta
es la tradición norteamericana originaria, cuya contribución básica se cifra en
la idea de supremacía constitucional y en su consiguiente garantía
jurisdiccional: dado su carácter de regla de juego y, por tanto de norma lógicamente superior a quienes
participan en ese juego, la Constitución se postula como jurídicamente superior a las
demás normas y su garantía se atribuye al mas “neutro” de los poderes, a aquel
que debe y que mejor puede mantenerse al margen del debate político, es decir,
al poder judicial. La idea del poder constituyente del pueblo se traduce aquí
en una limitación del poder político y, en especial, del más amenazador de los
poderes, el legislativo, mediante la cristalización jurídica de su forma de
proceder y de las barreras que no puede traspasar en ningún caso. En este
esquema, es verdad que el constitucionalismo se resuelve en judicialismo, pero
–con independencia, ahora, de cual se haya sido la evolución del Tribunal
Supremo norteamericano4 – se trata, en principio, de un judicialismo
estrictamente limitado a vigilar el respeto hacia las reglas básicas de la
organización política.
La segunda tradición, en cambio,
concibe la Constitución como la encarnación de un proyecto político bastante
bien articulado, generalmente como el programa directivo de una empresa de
transformación social y política. Si puede decirse así, en esta segunda
tradición la Constitución no se limita a fijar las reglas de juego, sino que
pretende participar directamente en el mismo, condicionando con mayor o menor
detalle las futuras decisiones colectivas a propósito del modelo económico, de
la acción el Estado en la esfera de la educación, de la sanidad, de las
relaciones laborales, etc. También, en líneas generales, cabe decir que esta es
la concepción del constitucionalismo nacido de la revolución francesa, cuyo
programa transformador quería tomar cuerpo en un texto jurídico supremo. Sin
embargo, aquí la idea de poder constituyente no quiere agotarse en los
estrechos confines de un documento jurídico que sirva de límite a la acción
política posterior, sino que pretende perpetuarse en su ejercicio por parte de
quien resulta ser su titular indiscutible, el pueblo; pero, como quiera que ese
pueblo actúa a través de sus representantes, a la postre será el legislativo
quien termine encarnando la rousseauniana voluntad general que, como es bien
conocido, tiende a concebirse como ilimitada. Por esta y por otras razones que
no es del caso comentar, pero entre las que se encuentra la propia disolución
de la soberanía del pueblo en la soberanía del Estado, tanto en Francia como en
el resto de Europa a lo largo del siglo XIX y parte del XX, la Constitución
tropezó con dificultades prácticamente insalvables
para asegurar su fuerza normativa frente a los poderes constituidos,
singularmente frente al legislador y frente al gobierno. De modo que este
constitucionalismo se resuelve más bien en legalismo: es el poder político de
cada momento, la mayoría en un sistema democrático, quien se encarga de hacer
realidad o, muchas veces, de frustrar cuanto aparece ¨prometido ¨ en la
Constitución.
Sin duda, la presentación de estas
dos tradiciones resulta esquemática y necesariamente simplificada. Sería
erróneo pensar, por ejemplo, que en el primer modelo, la Constitución se
compone sólo de reglas formales y procedimentales, aunque sólo sea porque la
definición de las reglas de juego reclama también normas sustantivas relativas
a la protección de ciertos derechos
fundamentales. Como también sería erróneo suponer que en la tradición europea todas
son Constituciones revolucionarias, prolijas en su afán reformador y carente de
cualquier fórmula de garantía frente a los poderes constituidos. Pero, como
aproximación general, creo que sí es cierto que en el primer caso la
Constitución pretende determinar fundamentalmente quién manda, cómo manda y, en
parte también, hasta dónde puede mandar; mientras que en el segundo caso la
Constitución quiere condicionar también en gran medida qué debe mandarse, es
decir, cuál ha de ser la orientación de la acción política en numerosas
materias. Aunque, eso sí, como contrapartida, la fórmula más modesta parece
haber gozado de una supremacía normativa y de una garantía jurisdiccional mucho
más vigorosa que la exhibida por la versión más ambiciosa.
El neoconstitucionalismo reúne
elementos de estas dos tradiciones: fuerte
contenido normativo y garantía jurisdiccional. De la primera de esas
tradiciones se recoge la idea de garantía jurisdiccional y de una correlativa
desconfianza ante el legislador; cabe decir que la noción de poder
constituyente propia del neoconstitucionalismo es más liberal que democrática,
de manera que se traduce en la existencia de límites frente a las
decisiones de la mayoría, no en el apoderamiento de esa mayoría a fin de que
quede siempre abierto el ejercicio de la soberanía popular a través del
legislador. De la segunda tradición se hereda, sin embargo, un ambicioso
programa normativo que va bastante más allá de lo que exigiría la mera
organización del poder mediante el establecimiento de las reglas de juego. En
pocas palabras, el resultado puede resumirse así: una Constitución
transformadora que pretende condicionar de modo importante las decisiones de la
mayoría, pero cuyo protagonismo fundamental no corresponde al legislador, sino
a los jueces.
Para comprender mejor el alcance
del constitucionalismo contemporáneo, al menos en el marco de la cultura
jurídica europea, tal vez conviene recordar y tomar como punto de referencia la
aportación del KELSEN, cuyo modelo de justicia constitucional, llamado de
jurisdicción concentrada, sigue siendo, por lo demás, el modelo vigente en
Alemania, Italia, España o Portugal, aunque seguramente esa vigencia se cifre
más en la apariencia de su forma de
organización que en la realidad de su funcionamiento. KELSEN, en efecto, fue un
firme partidario de un constitucionalismo escueto, circunscrito al
establecimiento de normas de competencia y de procedimiento, esto es, a una
idea de Constitución como norma normarum,
como norma reguladora de las fuentes del Derecho y, con ello, reguladora de
la distribución y del ejercicio del poder entre los órganos estatales5. La
Constitución es así, ante todo, una norma ¨interna¨ a la vida del Estado, que
garantiza sólo el pluralismo en la formación parlamentaria de la ley, y no una
norma ¨externa¨ que desde la soberanía popular pretenda dirigir o condicionar
de manera decisiva la acción política de ese Estado, es decir, el contenido de
sus leyes6. Puede decirse que con KELSEN el constitucionalismo europeo
alcanza sus últimas metas dentro de lo que eran sus posibilidades de
desarrollo: la idea de un Tribunal Constitucional es verdad que consagraba la
supremacía jurídica de la Constitución, pero su neta separación de la
jurisdicción ordinaria representaba el mejor homenaje al legislador y una
palmaria muestra de desconfianza ante la judicatura, bien es verdad que
entonces estimulada por el Derecho libre;
y asimismo, la naturaleza formal de la Constitución, que dejaba amplísimos espacios a la política, suponía un segundo y
definitivo acto de reconocimiento al legislador7.
Constituciones garantizadas sin
contenido normativo y Constituciones con un más o menos denso contenido
normativo, pero no garantizadas. En cierto modo, este es el dilema que viene a
resolver el neoconstitucionalismo, apostando por una conjugación de ambos
modelos: Constituciones normativas garantizadas. Que una Constitución es
normativa significa que, además de regular
la organización del poder y las fuentes del Derecho – que son dos
aspectos de una misma realidad--, genera de modo directo derechos y
obligaciones inmediatamente exigibles. Los documentos jurídicos adscribibles al
neoconstitucionalismo se caracterizan, efectivamente, porque están repletos de
normas que le indican a los poderes públicos, y con ciertas matizaciones
también a los particulares, qué no pueden hacer y muchas veces también qué
deben hacer. Y dado que se trata de
normas y más concretamente de normas supremas, su eficacia ya no depende de la
interposición de ninguna voluntad legislativa, sino que es directa e inmediata.
A su vez, el carácter garantizado de la Constitución supone que sus preceptos
pueden hacerse valer a través de los procedimientos jurisdiccionales existentes para la protección de los derechos:
la existencia de un Tribunal Constitucional no es, desde luego, incompatible
con el neoconstitucionalismo, pero sí representa un residuo de otra época y de
otra concepción de las cosas, en particular de aquella época y de aquella
concepción (Kelseniana) que hurtaba el conocimiento de la Constitución a los jueces ordinarios,
justamente por considerar que aquélla no era una verdadera fuente del Derecho,
sino una fuente de las fuentes, cuyos conflictos habían de dirimirse ante un
órgano especialísimo con un rostro mitad político y mitad judicial. Pero si la
Constitución es una norma de la que nacen derechos y obligaciones en las más
diversas esferas de la relación jurídica, su conocimiento no puede quedar
cercenado para la jurisdicción ordinaria, por más que la existencia de un
Tribunal Constitucional imponga complejas y tensas fórmulas de armonización.
El constitucionalismo europeo de
postguerra parece, así, haber tomado elementos de distintas procedencias,
conjugándolos de un modo bastante original. Frente a la idea rousseauniana de
una soberanía popular permanentemente activa que, además de dotarse de una
Constitución, quiere prolongarse en la inagotable voluntad general que se hace
efectiva a través del legislador, parece haber retornado, más bien, a la
herencia norteamericana que veía en la Constitución la expresión acabada de un
poder constituyente limitador de los poderes constituidos, incluido el
legislador. Pero, frente a la concepción más escueta de la Constitución como
regla del juego que se reduce a ordenar el pluralismo político en la formación
de la ley, una visión presente en el primer constitucionalismo norteamericano
pero también en KELSEN, las nuevas Constituciones no renuncian a
incorporar en forma de normas
sustantivas lo que han de ser los grandes objetivos de la acción política, algo
que se inscribe mejor en la tradición de la revolución francesa. Del primero de
los modelos enunciados, se deduce la garantía judicial, que es el método más
consecuente de articular la limitación del legislador; pero del segundo, se
deducen los parámetros del enjuiciamiento, que ya no son reglas formales y
procedimentales, sino normas sustantivas.
Desde esta perspectiva, no cabe duda que el Estado constitucional
representa una fórmula del Estado de Derecho, acaso su más cabal realización,
pues si la esencia del Estado de Derecho es el sometimiento del poder al
Derecho, sólo cuando existe una verdadera Constitución ese sometimiento
comprende también al legislativo. Y esto, en sí mismo, no es ninguna novedad.
Ya en 1966 Elías DÍAZ se preguntaba si en el Estado de Derecho habría base para
el absolutismo legislativo y su respuesta era categóricamente negativa: ¨el
poder legislativo está limitado por la Constitución y por los Tribunales,
ordinarios o especiales según los sistemas, que velan por la garantía de la
constitucionalidad de las leyes¨8. Sin embargo, al margen de que el
citado autor insistiese más en el principio de la legalidad que en el de
constitucionalidad y, al margen, también, de que afirmase la supremacía (más
que el equilibrio) del legislativo sobre el judicial, hay,
al menos, dos elementos en el constitucionalismo contemporáneo que
supone una cierta corrección al modelo liberal europeo de Estado de Derecho y
ambos han sido ya aludidos. El primero es la fuerte ¨rematerialización¨
constitucional, impensable en el
contexto decimonónico. La Constitución ya no sólo limita al legislador al
establecer el modo de producir el Derecho y, a lo sumo, algunas barreras infranqueables,
sino que lo limita también al predeterminar amplias esferas de regulación
jurídica, en ocasiones, por cierto, de forma no suficientemente unívoca ni
concluyente. El segundo elemento, y tal vez más importante, es lo que
pudiéramos llamar el desbordamiento constitucional9, esto es, la
inmersión de la Constitución dentro del ordenamiento jurídico como una norma
suprema. Los operadores jurídicos ya no acceden a la Constitución a través del legislador, sino que lo hacen
directamente, y, en la medida en que aquella disciplina numerosos aspectos
sustantivos, ese acceso se produce de modo permanente, pues es difícil
encontrar un problema jurídico medianamente serio que carezca de alguna
relevancia constitucional.
Conviene subrayar la importancia
que para la justicia constitucional tiene la confluencia de esas dos
tradiciones y, consiguientemente, la incorporación de principios, derechos y
directivas a un texto que se quiere con plena fuerza normativa. Porque ahora
esas cláusulas materiales no se presentan sólo como condiciones de validez de
las leyes, según advirtió KELSEN de forma crítica. Si únicamente fuese esto, el
asunto sería transcendental sólo para aquellos órganos con competencia específica
para controlar la ley, lo que en verdad no es poco. Sin embargo, la vocación de
tales principios no es desplegar su eficacia a través de la ley – se entiende,
de una ley respetuosa con los mismos – sino hacerlo de una forma directa e independiente.
Con lo cual la normativa constitucional deja de estar ´´secuestrada´´ dentro de
los confines que dibujan las relaciones entre órganos estatales, deja de ser un
problema exclusivo que resolver entre el legislador y el Tribunal
Constitucional, para asumir la función de normas ordenadoras de la realidad que
los jueces ordinarios pueden y deben utilizar como parámetros fundamentales de
sus decisiones. Desde luego, las decisiones del legislador siguen vinculando al
juez, pero solo a través de una interpretación constitucional que efectúa este
último10.
3. El neoconstitucionalismo como teoría del
Derecho
El Estado constitucional de
Derecho que acaba de ser descrito parece reclamar una nueva teoría del Derecho,
una nueva explicación que en buena medida se aleja de los esquemas del llamado
positivismo teórico. Hay algo bastante obvio: la crisis de la ley, una crisis
que no responde solo a la existencia de una norma superior, sino también a
otros fenómenos más o menos conexos al constitucionalismo, como el proceso de
unidad europea, el desarrollo de las autonomías territoriales, la
revitalización de las fuentes sociales del Derecho, la pérdida o deterioro de
las propias condiciones de racionalidad legislativa, como la generalidad y la
abstracción, etc11. En suma, la ley ha dejado de ser la única,
suprema y racional fuente del Derecho que pretendió ser en otra época, y tal
vez este sea el síntoma más visible de la crisis de la teoría del Derecho
positivista, forjada en torno a los dogmas de la estatalidad y de la legalidad
del Derecho. Pero seguramente la exigencia de renovación es más profunda, de
manera que el constitucionalismo esté impulsando una nueva teoría del Derecho,
cuyos rasgos más sobresalientes cabría resumir en los siguientes cinco
epígrafes, expresivos de otras tantas orientaciones o líneas de evolución: más
principios que reglas; más ponderación que subsunción, omnipresencia de la
Constitución en todas las áreas jurídicas y en todos los conflictos mínimamente
relevantes, en lugar de espacios exentos a favor de la opción legislativa o
reglamentaria; omnipotencia judicial en lugar de autonomía del legislador ordinario;
y, por último, coexistencia de una constelación plural de valores, a veces tendencialmente
contradictorios, en lugar de homogeneidad ideológica en torno a un puñado de
principios coherentes entre sí y en torno, sobre todo, a las sucesivas opciones
legislativas12.
Comenzaremos por lo que, tal vez,
se perciba mejor, la omnipresencia de la Constitución. Como hemos dicho, esta
última ofrece un denso contenido material compuesto de valores, principios,
derechos fundamentales, directrices a los poderes públicos, etc., de manera que
es difícil concebir un problema jurídico medianamente serio que no encuentre alguna
orientación y, lo que es más preocupante, en ocasiones distintas orientaciones
en el texto constitucional: libertad, igualdad – formal, pero también
sustancial - seguridad jurídica, propiedad privada, cláusula del Estado social,
y así una infinidad de criterios normativos que siempre tendrán alguna
relevancia. Es más, cabe decir que detrás de cada precepto legal se adivina
siempre una norma constitucional que lo confirma o lo contradice. Por ejemplo,
la mayor parte de los artículos del Código civil protegen bien la autonomía de
la voluntad, bien el sacrosanto derecho y propiedad, y ambos encuentran, sin
duda, respaldo constitucional. Pero frente a ellos militan siempre otras
consideraciones también constitucionales,
como lo que la Constitución española llama "función social" de la propiedad, la exigencia de protección del medio
ambiente, de promoción del bienestar
general, el derecho a la vivienda o a la educación, y otros muchos principios o derechos que eventualmente pueden
requerir una limitación de la propiedad
o de la autonomía de la voluntad. Es lo que se ha llamado a veces el efecto "impregnación" o
"irradiación" del texto constitucional; de alguna manera, todo deviene Derecho constitucional y en esa misma
medida la ley deja de ser el referente
supremo para la solución de los casos.
Porque la Constitución
es una norma y una norma que está presente en todo tipo de conflictos, el
constitucionalismo desemboca en la omnipotencia judicial. Esto no ocurriría si
la Constitución tuviese como único objeto la regulación de las fuentes del Derecho o,
a lo sumo, estableciese unos pocos y precisos
derechos fundamentales, pues en tal caso la normativa constitucional y, por consiguiente, su garantía
judicial sólo entrarían en juego cuando se violase alguna condición de
la producción normativa o se restringiera alguna de las áreas de inmunidad garantizada. Pero, en la medida en que la
Constitución ofrece orientaciones en
las más heterogéneas esferas y en la medida en que esas esferas están confiadas a la garantía
judicial, el legislador pierde lógicamente
autonomía. No es cierto, ni siquiera en el neoconstitucionalismo, que la ley sea una mera ejecución del texto
constitucional, pero sí es cierto que éste
"impregna" cualquier materia de regulación legal, y entonces la
solución que dicha regulación ofrezca
nunca se verá por completo exenta de la evaluación judicial a la luz de la Constitución.
En cierto modo,
ha quedado ya explicado el último de los rasgos antes enunciados: el
neoconstitucionalismo no representa un pacto en tomo a unos pocos principios
comunes y coherentes entre sí, sino más bien un pacto logrado mediante la
incorporación de postulados distintos y tendencialmente contradictorios, En
ocasiones, esto es algo que resulta patente y hasta premeditado, como sucede con el artículo
27 de la Constitución española13. Otras veces, sin embargo, lo
que ocurre es que se incorporan normas que resultan coherentes en el nivel abstracto o de la fundamentación,
pero que conducen a eventuales conflictos en el
nivel concreto o de la aplicación. Así, y como ya hemos
avanzado, las Constituciones suelen estimular las medidas de igualdad
sustancial, pero garantizan también la igualdad jurídica o formal, y es absolutamente
evidente que toda política orientada en favor de la primera ha de tropezar con
el obstáculo que supone la segunda; se proclama la libertad de expresión, pero
también el derecho al honor, y es asimismo obvio que pueden entrar en
conflicto; la cláusula del Estado social, que comprende distintas directrices de
actuación pública, necesariamente ha de interferir con el modelo constitucional
de la economía de mercado, con el derecho de propiedad o con la autonomía de la
voluntad y, desde luego, ha de interferir siempre con las antiguamente
indiscutibles prerrogativas del legislador para diseñar la política social y
económica. Y así sucesivamente; tal vez sea exagerar un poco, pero casi podría decirse
que no hay norma sustantiva de la Constitución que no encuentre frente a
sí otras normas capaces de suministrar eventualmente razones para una solución contraria.
Este carácter contradictorio de
los documentos constitucionales presenta una extraordinaria importancia para el tema
central que ha de ocuparnos, pero resulta también relevante desde la perspectiva de! constitucionalismo
ideológico al que aludimos al principio. Y es que, dada la densidad normativa
de las Constituciones en torno, principalmente, al amplio catálogo de
derechos fundamentales, es corriente escuchar que estos documentos
jurídicos son algo así como el compendio de una nueva moral universal, que,
"ya no flota sobre el derecho (...)
(sino que) emigra al interior del derecho positivo"14.
Ciertamente, son muchas las dificultades para concebir los derechos
fundamentales como una verdadera ética, incluso aunque los entendamos de una
forma homogénea en torno a la tradición liberal, pues los derechos
encaman, más bien, un consenso jurídico acerca de lo que podemos hacer, más que
un consenso moral acerca de lo que debemos hacer15. Pero es que, además, los derechos
constitucionales no sólo se muestran
como tendencialmente contradictorios en lo que tienen de ejercicio de la libertad, sino que responden incluso a un
esquema de valores diferente y en tensión;
es lo que, con Zagrebelsky, podríamos
llamar la disociación entre los derechos
y la justicia16.
Ciertamente, tras el panorama
expuesto, pudiera pensarse que estas Constituciones del neoconstitucionalismo
son un despropósito, un monumento a la antinomia: un conjunto de normas
contradictorias entre sí que se superponen de modo permanente dando lugar a
soluciones dispares. Sucedería efectivamente así si las normas
constitucionales apareciesen como reglas, pero ya hemos dicho que una de las
características del neoconstitucionalismo es que los principios
predominan sobre las regias. Mucho se ha escrito sobre este asunto y es imposible
resumir siquiera los términos del debate. Pero, a mi juicio, la cuestión
es la siguiente: si bien individualmente consideradas las normas
constitucionales son como cualesquiera otras, cuando entran en conflicto interno
suelen operar como se supone que hacen los principios. La diferencia
puede formularse así: cuando dos reglas se muestran en conflicto, ello significa
que o bien una de ellas no es válida,
o bien que una opera como excepción a la otra (criterio de especialidad).
En cambio, cuando la
contradicción se entabla entre dos principios, ambos siguen siendo simultáneamente válidos,
por más que en el caso concreto y de modo
circunstancial triunfe uno sobre otro17.
Inmediatamente
habremos de volver sobre esta cuestión, pero dado que hemos hablado de estos
principios es el momento de formular la siguiente pregunta: el
neoconstitucionalismo ¿determina una
nueva teoría de la interpretación jurídica?18. Algunos han
respondido afirmativamente, sugiriendo que el género de interpretación que requieren
los principios constitucionales es sustancialmente distinto al tipo de
interpretación que reclaman las reglas legales. Pero se impone una respuesta más cauta, al menos por dos
motivos: primero, porque no existe una sola teoría de la interpretación
anterior al neoconstitucionalismo, ni tampoco una sola alentada o fundada en el
mismo; desde el positivismo, en
efecto, se ha mantenido tanto la tesis de la unidad de la respuesta correcta(el
llamado paleopositivismo), como la tesis de la discrecionalidad (KELSEN, HART);
y desde el constitucionalismo, o asumiendo las consecuencias del mismo, resulta posible encontrar también defensores
de la unidad de solución correcta (DWORKIN), de la discrecionalidad débil
(ALEXY)19 y de la discrecionalidad fuerte (GUASTINI,
COMANDUCCI). No creo que la entrada en escena o la desaparición de
textos constitucionales hiciesen cambiar de opinión a estos autores acerca
de la naturaleza de la
interpretación. Y en segundo lugar
ocurre que, aun cuando aceptásemos que los principios supongan una teoría de la
interpretación propia, en ningún
momento se ha dicho que los principios, sean
exclusivos de la Constitución. Las pautas normativas que suelen recibir el
nombre de principios, como la libertad o la igualdad, estaban y siguen estando
presentes en las leyes en forma de apelaciones al orden público, a la moralidad, a la equidad,
etc.; y no creo que a primera vista se adivinen diferencias en la forma de
aplicación de todas estas pautas. De manera que, si cabe hablar de alguna
peculiaridad de la interpretación constitucional, la diferencia seria
más de carácter cuantitativo que cualitativo: las Constituciones parecen
presentar, en mayor medida que las leyes, un género de normas, que suelen
llamarse principios y que requieren el empleo de ciertas herramientas interpretativas.
El estudio de una de estas herramientas
nos llevará al último de los rasgos enunciados: más ponderación que subsunción.
En resumen, dado que la teoría del Derecho pretende explicar o describir los rasgos
caracterizadores y el modo de funcionamiento de los sistemas jurídicos, el cambio
operado en estos últimos merced al constitucionalismo reclama nuevos planteamientos
teóricos y, por tanto, la revisión de la herencia
positivista que, al menos en el continente europeo, se forjó a la vista de
realidades distintas. En particular, me parece obvio que se impone una profunda
revisión de la teoría de las fuentes del Derecho, sin duda menos estatalista y
legalista, pero probablemente también más atenta al surgimiento de
nuevas fuentes sociales; tampoco puede olvidarse, en segundo lugar, el impacto
que el constitucionalismo tiene sobre el modo de concebir la norma jurídica y la
necesidad de considerar la presencia de nuevas “piezas del Derecho”20,
en particular de los principios; por último, pero muy unido a este último aspecto, se
redama también una más meditada y compleja teoría de la interpretación,
alejada, desde luego, del formalismo decimonónico, pero que, a mi juicio, tampoco
ha de conducirnos a conclusiones muy diferentes a !as que propició el
positivismo maduro, esto es, a la tesis de la discrecionalidad, aunque, eso sí,
pasando por el tamiz de la teoría de la argumentación. Todo ello es, sin duda,
importante, pero creo que no compromete el modo de enfocar la actividad teórica sobre el Derecho; como dice COMANDUCCI, "la teoría del Derecho
neoconstitucionalista resulta ser nada más que el positivismo jurídico de nuestros
días"21.
4. La ponderación y los conflictos constitucionales
De las distintas acepciones que
presenta el verbo ponderar y el sustantivo ponderación en el lenguaje común, tal vez
la que mejor se ajusta al uso jurídico es aquella que hace referencia a la
acción de considerar imparcialmente los aspectos contrapuestos de una
cuestión o el equilibrio entre el
peso de dos cosas. En la ponderación, en efecto, hay siempre razones en pugna, intereses o bienes en conflicto, en suma,
normas que nos suministran justificaciones
diferentes a la hora de adoptar una decisión. Ciertamente, en el mundo del Derecho, el resultado de la ponderación
no ha de ser necesariamente el
equilibrio entre tales intereses, razones o normas; al contrario, lo
habitual es que la ponderación desemboque en el triunfo de alguno de ellos en el caso concreto. En cambio, donde sí
ha de existir equilibrio es en el plano abstracto: en principio, han de ser
todos del mismo valor, pues de otro modo
no habría nada que ponderar; sencillamente, en caso de conflicto se impondría el de más valor. Ponderar es, pues,
buscar la mejor decisión (la mejor
sentencia, por ejemplo) cuando en la argumentación concurren razones
justificatorias conflictivas y del mismo valor.
Lo dicho sugiere que la
ponderación es un método para la resolución de cierto tipo de antinomias o
contradicciones normativas. Desde luego, no de todas: no de aquellas que puedan resolverse mediante
alguno de los criterios al uso, jerárquico,
cronológico o de especialidad. Es obvio que los dos primeros no son aplicables a los conflictos constitucionales,
que se producen en el seno de un
mismo documento normativo. No así el tercero; por ejemplo, en la sucesión a la Corona de España se preferirá
"el varón a la mujer" (art. 57, 1 C.E.) y esta es una norma especial
frente al mandato de igualdad ante la ley del artículo 14, que además expresamente prohíbe discriminación alguna
por razón de sexo22.
Sin embargo, el
criterio de especialidad en ocasiones también puede resultar insuficiente para
resolver ciertas antinomias, concretamente aquellas donde no es posible
establecer una relación de especialidad. Ello ocurre en las que algunos
han llamado antinomias contingentes o
en concreto23, o antinomias externas
o propias del
discurso de aplicación24, o
más comúnmente antinomias
entre principios. Moreso ha
sugerido que ello ocurre cuando estamos en presencia de derechos (y deberes
correlativos) incondicionales y derrotables25, esto es, de deberes
categóricos o cuya observancia no está sometida a la concurrencia de
ninguna condición, pero que son prima facie o que pueden ser derrotados
en algunos casos. Así, entre el deber de cumplir las promesas y el deber de ayudar
al prójimo, no se advierte ninguna contradicción en abstracto, pero es evidente
que el conflicto puede suscitarse en el plano aplicativo, sin que pueda,
tampoco, establecerse entre ellos una relación de especialidad, concibiendo uno
de los deberes como una excepción permanente frente al otro. Para decirlo con
palabras de GünthEr, "en el discurso
de aplicación las normas válidas tienen tan sólo el status de razones prima
facie para la justificación de enunciados normativos particulares tipo "debes
hacer ahora p”. Los participantes saben qué razones son las definitivas tan
sólo después de que hayan aducido todas las razones prima facie relevantes en base a una
descripción completa de la situación"26.
Desde mi punto de
vista, los conflictos constitucionales susceptibles de ponderación no
responden a un modelo homogéneo, como tampoco lo hacen los principios. De un lado, en efecto,
creo que llamamos principios a las normas que
carecen o que presentan de un modo fragmentario el supuesto de hecho o condición de aplicación, como sucede con la
igualdad o con los derechos fundamentales.
No puede, en tales supuestos, observarse el criterio de especialidad porque éste requiere que la
descripción de la condición de aplicación
aparezca explícita27. Pero, de otra parte, son principios también
las llamadas directrices o mandatos de
optimización, que se caracterizan, no ya por la nota de la incondicionalidad, sino por la particular fisonomía del
deber que incorporan, consistente en
seguir una cierta conducta que puede ser realizada en distinta medida. Aquí la ponderación es necesaria porque la
determinación de la medida o grado de cumplimiento del principio que resulta exigible en cada caso depende de distintas
circunstancias y, en particular, de la presencia
de otros principios en pugna. En la primera acepción, los principios no tienen
por qué ser mandatos de optimización, sino que pueden requerir un
comportamiento cierto y determinado. En la segunda acepción, los principios no tienen por qué carecer de condición de
aplicación28.
Dado que los mandatos de
optimización pueden ser condicionales, es decir, describir en su enunciado el
supuesto de hecho o la condición en que resulta procedente su seguimiento u observancia,
cabe preguntarse si, cuando ello
sucede, resultaría viable resolver el conflicto mediante el criterio de la lex
specialis. Por ejemplo, si sobre la policía de tráfico recae el deber
genérico de "procurar la fluidez de la circulación" y el deber
específico en caso de accidente de
"atender con la mayor diligencia a los heridos", podría pensarse que
cuando concurre esta última
circunstancia, el segundo de los mandatos desplaza al primero en virtud del criterio de especialidad. En
la práctica, así viene a suceder casi
siempre en un supuesto como el comentado. Sin embargo, creo que aún en estos casos, merece la pena mantener la
idea de ponderación porque, cuando
entra en conflicto una directriz o mandato de optimización, la medida de
su cumplimiento o satisfacción depende de la medida en que resulte exigible la realización del otro principio. Puede
ocurrir, como en el ejemplo comentado,
que el resultado del balance de razones dé como resultado la prioridad absoluta de uno de los mandatos, y
entonces la conclusión seria idéntica
a la que obtendríamos de observar el criterio de especialidad. Pero no tiene por qué ser siempre así; al contrario, lo
normal es que la presencia de un principio reduzca,
pero no elimine, la exigibilidad del mandato de optimización. Es más, incluso en
caso de accidente de tráfico, el deber de procurar la fluidez de la circulación
no quedará por igual en suspenso, cualquiera que sean las consecuencias del
accidente, el estado de tos heridos y otras circunstancias que cabe
considerar.
En definitiva, creo que estos
conflictos o antinomias se caracterizan: 1) porque o bien no existe una
superposición de los supuestos de hecho de las normas, de manera que es
imposible catalogar en abstracto los casos de posible conflicto, o bien
porque, aun cuando pudieran identificarse las condiciones de aplicación,
concurren mandatos que ordenan observar simultáneamente distintas
conductas en la mayor medida posible; 2) porque, dada la naturaleza
constitucional de los principios en conflicto y el propio carácter de estos
últimos, la antinomia no puede resolverse mediante la declaración de
invalidez de alguna de las normas, pero tampoco concibiendo una de ellas como excepción
permanente a la otra; 3) porque, en consecuencia, cuando en la
práctica se produce una de estas contradicciones, la solución puede consistir bien
en el triunfo de una de las normas, bien en la búsqueda de una solución que
procure satisfacer a ambas, pero sin que pueda pretenderse que en otros casos
de conflicto el resultado haya de ser el mismo. De este modo, en un sistema
normativo pueden convivir perfectamente el reconocimiento de la libertad
personal y la tutela de la seguridad pública, la libertad de expresión y el
derecho al honor, la igualdad formal y la igualdad sustancial, el derecho de
propiedad y la tutela del medio ambiente o el derecho a la vivienda, la
libertad de manifestación y la protección del orden público, el derecho a la
tutela judicial y la seguridad jurídica o el principio de celeridad y buena administración
de justicia. No cabe decir que entre todas estas previsiones exista una
antinomia; pero es también claro que en algunos casos puede entablarse un
conflicto que ni puede resolverse mediante la declaración de invalidez de una
de ellas, ni tampoco a través de un criterio de especialidad que conciba a una
como excepción frente a la otra.
De acuerdo con la conocida
clasificación de Ross, Guastini ha
propuesto concebir
estas antinomias contingentes o aptas para la ponderación como antinomias del
tipo parcial/parcial29. Ello significa que los ámbitos de validez de las
respectivas normas son parcialmente coincidentes, de manera que en ciertos
supuestos de aplicación entrarán en contradicción, pero no en todos, pues ambos
preceptos gozan también de un ámbito de validez suplementario donde la
contradicción no se produce. No estoy del todo seguro de que el esquema
de Ross sea adecuado para explicar el conflicto entre principios, al
menos entre los que hemos llamado incondicionales, que carecen de una tipificación
del supuesto de aplicación. Me parece que las tipologías total/total,
total/parcial y parcial/parcial están pensadas, en efecto, para dar cuenta de las
antinomias entre normas en las que se produce una superposición (parcial o total)
de sus condiciones de aplicación, pero esto es algo que no ocurre con nuestros
principios. A mi juicio, la intuición de Guastini
tiene razón, pero
sólo en parte: tiene razón en el sentido de que, al igual que acontece en la
antinomia parcial/parcial, en las contingentes o en concreto la contradicción es eventual, no se produce
en todos los casos de aplicación; pero la
diferencia estriba en que en la antinomia parcial/parcial podemos catalogar exhaustivamente
los casos de conflicto, es decir, sabemos cuándo se producirá éste, ya que las normas presentan supuestos de
aplicación parcialmente coincidentes que es posible conocer en
abstracto, mientras que, tratándose de principios, la colisión sólo se descubre, y se resuelve, en presencia de
un caso concreto, y los casos en que
ello sucede resultan a priori imposibles de determinar.
Incluso cabría pensar si en
algunos casos la antinomia entre principios pudiera adscribirse mejor a la
tipología total/parcial o incluso total/total, en el sentido de que siempre que se intentase
aplicar un principio surgiría el conflicto con
otro. De modo que ya no serían antinomias circunstanciales o contingentes, sino necesarias. Así, entre el
artículo 9, 2, que estimula acciones en
favor de la igualdad sustancial, y el artículo 14, que proclama la igualdad ante
la ley, se produce un conflicto necesario, en el sentido de que siempre que
se trate de arbitrar una medida en favor de
la igualdad social o sustancial para ciertos
individuos o grupos, nos veremos obligados a justificar cómo se supera el obstáculo del artículo 14, que nos ofrece una
razón en sentido contrario. En realidad,
lo que ocurre con el principio de igualdad es que la Constitución no suministra
la descripción de las situaciones de hecho que imponen, como razón definitiva, un tratamiento jurídico igual o
desigual; no sabemos, desde la Constitución, qué personas y
circunstancias, ni a efectos de qué, han de ser tratados de un modo igual o
desigual. Esto es algo que no cabe resolver en abstracto, sino en presencia de los casos de aplicación. Entre el
artículo 9, 2 y el 14 es obvio que no
existe una relación de jerarquía o cronológica, pero tampoco de especialidad, dado que precisamente
carecemos de una tipificación de los
supuestos de hecho que nos permita discernir cuándo procede otorgar preferencia a uno u otro. Y,
sin embargo, el conflicto resulta irremediable,
pues siempre que deseemos construir igualdades de facto habremos de aceptar desigualdades de iure; pero
ese conflicto hemos de resolverlo en el discurso de
aplicación o ante el caso concreto30.
5. El juicio de
ponderación
Los supuestos hasta aquí
examinados se caracterizan, pues, por la existencia de un conflicto
constitucional que no es posible resolver mediante el criterio de
especialidad. El juez, ante el caso concreto, encuentra razones de sentido
contradictorio; y es obvio que no cabe resolver el conflicto declarando la invalidez de
alguna de esas razones, que son precisamente razones constitucionales, ni tampoco
afirmando que algunas de ellas han de ceder siempre en presencia de su
opuesta, pues ello implicaría establecer una jerarquía que no está en la
Constitución, Tan sólo cabe entonces formular un enunciado de
preferencia condicionada, trazar una
"jerarquía móvil" o “axiológica"31,
y afirmar que en el caso concreto debe triunfar una de las razones en pugna,
pero sin que ello implique que en otro no deba triunfar la contraria. La ponderación intenta ser un
método para la fundamentación de ese enunciado
de preferencia referido el caso concreto; un auxilio para resolver entre principios del mismo valor o jerarquía, cuya
regla constitutiva puede formularse así:
"cuanto mayor sea el grado de la no satisfacción o de afectación de un
principio, tanto mayor tiene que ser la importancia de la satisfacción de
otro"32. En palabras del Tribunal Constitucional, "no se
trata de establecer jerarquías de
derechos ni prevalencias a priori, sino de conjugar, desde la situación
jurídica creada, ambos derechos o libertades, ponderando, pesando cada uno de
ellos, en su eficacia recíproca33.
Se ha criticado que la máxima
de la ponderación de ALEXY es una fórmula hueca, que
no añade nada al acto mismo de pesar o de comprobar el juego relativo de
dos magnitudes escalares, mostrándose incapaz de explicar por qué
efectivamente un principio pesa más que otro34. Y, ciertamente, si
lo que se espera de ella es que resuelva el
conflicto mediante la asignación de un peso
propio o independiente a cada principio, el juego de la ponderación puede parecer decepcionante; la "cantidad" de
lesión o de frustración de un principio
(su peso) no es una magnitud autónoma, sino que depende de la satisfacción o cumplimiento
del principio en pugna, y, a la inversa, el peso de este último está en función del grado de lesión de su opuesto. Pero
creo que esto tampoco significa que
sea una fórmula hueca, sino que no es una fórmula infalible. A mi juicio, la virtualidad de la ponderación reside
principalmente en estimular una interpretación donde la relación entre las
normas constitucionales no es una relación
de independencia o de jerarquía, sino de continuidad y efectos recíprocos, de manera que, hablando por ejemplo de
derechos, el perfil o delimitación de
los mismos no viene dado en abstracto y de modo definitivo por las fórmulas habituales (orden público, derecho
ajeno, etc.), sino que se decanta en
concreto a la luz de la necesidad y justificación de la tutela de otros derechos
o principios en pugna.
Por eso, la ponderación conduce
a una exigencia de proporcionalidad que implica establecer un orden de
preferencia relativo al caso concreto. Lo característico de la ponderación
es que con ella no se logra una respuesta válida para todo supuesto, no
se obtiene, por ejemplo, una conclusión que ordene otorgar preferencia siempre
al deber de mantener las promesas sobre el deber de ayudar al prójimo,
o a la seguridad pública sobre la libertad individual, o a los derechos
civiles sobre los sociales, sino que se logra sólo una preferencia relativa al
caso concreto que no excluye una solución diferente en otro caso; se trata, por
tanto, de esa jerarquía móvil que no conduce a la declaración de invalidez de uno
de los bienes o valores en conflicto, ni a la formulación de uno de ellos
como excepción permanente frente al otro, sino a la preservación abstracta de
ambos, por más que inevitablemente ante cada caso de conflicto
sea preciso reconocer primacía a uno u otro35.
Suele decirse que la
ponderación es el método alternativo a la subsunción: las reglas serían
objeto de subsunción, donde, comprobado el encaje del supuesto fáctico, la
solución normativa viene impuesta por la regla; los principios, en cambio,
serían objeto de ponderación, donde esa solución es construida a partir de
razones en pugna. Ello es cierto, pero no creo que la ponderación
constituya una alternativa a la subsunción, diciendo algo así como que el juez ha de
optar entre un camino u otro. A mí juicio, operan en fases distintas de la
aplicación del Derecho; es verdad que si no existe un problema de principios, el
juez se limita a subsumir el caso en
el supuesto o condición de aplicación descrito por la ley,
sin que se requiera ponderación alguna. Pero cuando existe un problema de
principios y es preciso ponderar, no por
ello queda arrinconada
la subsunción; al contrario,
el paso previo a toda ponderación consiste en
constatar que en el
caso examinado resultan relevantes o aplicables dos principios en pugna. En
otras palabras, antes de ponderar es preciso "subsumir”,
constatar que el caso se haya incluido
en el campo de aplicación de los dos principios. Por ejemplo, para decir que
una pena es desproporcionada por
representar un límite al ejercicio de un derecho, antes es preciso que el caso enjuiciado pueda ser
subsumido; no una, sino dos veces: en el tipo penal y en el derecho
fundamental36. Problema distinto es que, a veces las normas llamadas a ser ponderadas carezcan o presenten
de forma fragmentaria el supuesto de
hecho, de modo que decidir que son pertinentes
al caso implique un ejercicio de subsunción que pudiéramos llamar valorativa; no es obvio, por ejemplo, que consumir
alcohol o dejarse barba constituya
ejercicio de la libertad religiosa —que lo constituye—, pero es imprescindible
"subsumir" tales conductas en el tipo de la libertad religiosa para
luego ponderar ésta con los principios que fundamentan su eventual limitación.
Pero sí antes de ponderar
es preciso de alguna manera subsumir, mostrar que el caso individual
que examinamos forma parte del universo de casos en el que resultan
relevantes dos principios en pugna, después de ponderar creo que
aparece de nuevo la exigencia de subsunción. Y ello es así porque, como se
verá, la ponderación se endereza a la formulación de una regla, de una norma
en la que, teniendo en cuenta las circunstancias del caso, se elimina o
posterga uno de los principios para ceder el paso a otro que, superada la
antinomia, opera como una regla y, por tanto, como la premisa normativa de una
subsunción. La ponderación nos debe indicar que en las condiciones X, Y, Z el principio 1 (por
ejemplo, la libertad religiosa) debe triunfar sobre el 2 (por
ejemplo, la tutela del orden público); de donde se deduce que quien se encuentra
en las condiciones X, Y, Z no puede ser inquietado en su
prácticas religiosas mediante la invocación de la cláusula del orden público. La
ponderación se configura, pues, como un paso intermedio entre la declaración de
relevancia de dos principios en conflicto para regular prima facie un cierto caso y la
construcción de una regla para regular en definitiva ese caso; regla
que, por cierto, merced al precedente, puede generalizarse y terminar por
hacer innecesaria la ponderación en los casos centrales o reiterados37.
Dado ese carácter de juicio a la
luz de las circunstancias del caso concreto, la ponderación constituye una tarea
esencialmente judicial. No es que el legislador no pueda ponderar. Al contrario, nadie
puede negar que serían deseables leyes ponderadas, es decir, leyes que supieran
conjugar del mejor modo posible todos los principios constitucionales;
y, en un sentido amplio, la ley irremediablemente pondera cuando su regulación
privilegia o acentúa la tutela de un principio en detrimento de otro. Ahora
bien, al margen de que el proceso argumentativo que luego
será descrito es difícilmente concebible en el cuerpo de una ley (acaso sólo en
su Exposición de Motivos o Preámbulo), lo que a mi juicio no puede hacer
el legislador es eliminar el conflicto entre principios mediante una norma
general, diciendo algo así como que siempre triunfará uno de ellos, pues eliminar la
colisión con ese carácter de generalidad requeriría
postergar en abstracto un principio en beneficio de otro y, con ello, establecer por vía legislativa una jerarquía entre
preceptos constitucionales que,
sencillamente, supondría asumir un poder constituyente38. La ley,
por muy ponderada que resulte, ha de
dejar siempre abierta la posibilidad de que el principio que la fundamenta (por ejemplo, la protección de la seguridad ciudadana) pueda ser ponderada con otros principios
(por ejemplo, la libertad ideológica,
de manifestación, etc.).
La ley, por tanto, representa
una forma de ponderación en el sentido indicado, pero puede, a su vez, ser
objeto de ponderación en el curso de un enjuiciamiento abstracto por parte
del Tribunal Constitucional. La ponderación dará lugar, entonces, a una
declaración de invalidez cuando se considere injustificadamente lesiva para
uno de los principios en juego; por ejemplo, si se acuerda que una ley penal
establece una pena irracional o absolutamente desproporcionada para la
conducta tipificada que representa a su vez un límite al ejercicio de un
derecho39, o si se consideran
también desproporcionadas o fútiles las exigencias legales para el ejercicio de
algún derecho.
Sin embargo, la virtualidad más
apreciable de la ponderación quizá no se encuentre en el
enjuiciamiento abstracto de leyes, sino en los casos concretos donde se enjuician
comportamientos de los particulares o de los poderes públicos. No se trata
sólo de preservar el principio democrático expresado en la ley. Lo que
ocurre es que la ponderación resulta un procedimiento idóneo para
resolver casos donde entran en juego principios tendencialmente contradictorios
que en abstracto pueden convivir sin dificultad, como pueden convivir —es
importante destacarlo— las respectivas leyes que constituyen una especificación o
concreción de tales principios. Así, cuando un juez considera que, pese a que
una cierta conducta lesiona el derecho al honor de otra persona y pese a
resultar de aplicación el tipo penal o la norma civil correspondiente,
debe primar, sin embargo, el principio de la libertad de expresión, lo que
hace es prescindir de la ley punitiva o protectora del honor pero no cuestionar
su constitucionalidad. Y hace bien, porque la ley no es inconstitucional,
sino que ha de ser interpretada de manera tal que la fuerza del principio que la
sustenta (el derecho al honor) resulte compatible con la fuerza del principio en pugna, lo que obliga a
reformular los límites del ilícito a la luz de las exigencias de la libertad de expresión.
Una cuestión diferente es si la
ley ya constitucional, esto es, una ley confirmada por el Tribunal
Constitucional o de cuya constitucionalidad no se duda, puede sustituir o hacer
innecesaria la ponderación judicial, realizando "por adelantado" y en
el plano abstracto lo que de otro modo habría de verificarse en e! juicio de
ponderación aplicativa. La ley, en efecto, puede establecer que en la
circunstancia X debe triunfar un
principio sobre otro, cerrando así el supuesto de hecho o, si se prefiere,
convirtiendo en condicional lo que era un deber incondicional o categórico, y en
tal caso cabe decir que la ponderación
ha sido ya realizada por el legislador, de modo que al Juez no le queda más tarea que la de subsumir el caso dentro
del precepto legal, sin ulterior
deliberación. Ahora bien, creo que esto es cierto en la medida en que no concurran otras circunstancias relevantes no
tomadas en consideración por el legislador y que, sin
embargo, permitan al principio postergado o a otros conexos recobrar
su virtualidad en el caso concreto.
Por ejemplo, del
artículo 21, 2 de la Constitución, se deduce que el principio de protección del
orden público constituye un límite y, por tanto, entra en colisión con el
principio de la libre manifestación ciudadana. Este es un caso claro de conflicto
entre dos principios incondicionales y recíprocamente derrotables, apto
pues para la ponderación. Sin embargo, el artículo 494 del Código penal castiga
a quien se manifieste ante el Parlamento cuando está reunido. Si no albergamos
dudas sobre la constitucionalidad de este último precepto (porque en otro caso
no hay cuestión), bien puede interpretarse el mismo como un "caso"
del principio de orden público, esto es, como el resultado de una ponderación
legislativa: la ley ha cerrado uno de los supuestos o condiciones da la
cláusula del orden público, determinando que manifestarse ante las Cortes
representa un exceso o abuso en el ejercicio del Derecho. Pero, ¿se elimina toda
posibilidad de ponderación judicial? Como regla general, creo que cabe
ofrecer una respuesta afirmativa: el juez no debe ponderar si en el caso concreto
enjuiciado el sacrificio de la libertad de manifestación es proporcional o
no, pues eso ya lo ha hecho el legislador. Con todo, me parece que no cabe
excluir la concurrencia de otras circunstancias relevantes, no tomadas en
consideración por la ley, que pueden reactivar la fuerza del principio
derrotado o hacer entrar en juego otros conexos. Así, modificando el ejemplo,
sí en el curso de una rebelión o golpe de Estado que amenazase las instituciones
democráticas, los ciudadanos se manifiestan ante el Congreso reunido a fin de
mostrar su adhesión, ¿sería de aplicación el tipo penal? Intuitivamente sabemos
que no, pero argumentativamente podemos justificarlo a través de la ponderación, no ya del
derecho de libre manifestación, sino de
otros, como la cláusula del Estado de Derecho, la defensa de la soberanía parlamentaría, etc. De manera que,
durante largos tramos, la ponderación
del legislador desplaza a la del juez, pero sin que pueda cancelarse definitivamente en abstracto lo que
sólo puede resolverse en concreto.
Desde mi punto de vista, la
cuestión de sí la ley puede ser objeto de ponderación por el Tribunal
Constitucional, y la de si la ley puede ponderar por sí misma, postergando o haciendo
innecesaria la ponderación judicial, son problemas íntimamente
conectados o, más exactamente, problemas cuya respuesta resulta en cierto
modo paralela; y esa respuesta tiene que ver con el nivel o grado de concreción del
supuesto de hecho o condición de aplicación descrito en la ley. En efecto,
cuanto más se parece un precepto legal al principio que lo fundamenta,
cuanto menor sea la concreción de su condición de aplicación, más difícil ha de
resultar un juicio de ponderación por parte del Tribunal Constitucional, pero,
a su vez, menor ha de ser también la virtualidad de dicho precepto en orden a
evitar la ponderación judicial; esto es lo que ocurre, por ejemplo, con el
tipo de injurias o con las normas de protección civil del derecho al honor: son
"ponderaciones” legales que difícilmente podrían considerarse injustificadas en un juicio
de ponderación abstracta, pero que, del mismo modo, tampoco impiden una ponderación judicial en el caso concreto
que puede conducir a su postergación
en favor de la libertad de expresión o información. Por el contrario, a
mayor concreción de la condición de aplicación, esto es, a mayor separación de la
estructura principal, más fácil resulta que el Tribunal Constitucional pondere
la solución legal, pero, a cambio, mayor peso tiene ésta a la hora de evitar la ponderación
judicial; así sucede en el ejemplo antes propuesto: la norma que prohíbe
manifestarse ante el Congreso es perfectamente controlable por el Tribunal
Constitucional mediante un juicio de ponderación, pero, si supera cualquier sospecha
de inconstitucionalidad, convierte en prácticamente innecesaria la ulterior ponderación
judicial. En conclusión,
cuanto mayor es el número y detalle de las propiedades fácticas que conforman
la condición de aplicación de una ley, más factible resulta la ponderación del Tribunal
Constitucional y más inviable la de la justicia ordinaria.
La ponderación ha sido objeto de una
elaboración jurisprudencial y doctrinal bastante cuidadosa40. Tratándose del enjuiciamiento
de comportamientos públicos, como
pueda ser una decisión o una norma que limite un derecho fundamental, la ponderación
requiere cumplimentar distintos pasos o fases. Primero, que la medida examinada presente un fin constitucionalmente legítimo
como fundamento de la interferencia en la esfera de otro principio o derecho, pues si no existe
tal fin y la actuación pública es gratuita, o si resulta ilegítimo desde la propia perspectiva
constitucional, entonces
no hay nada que ponderar porque falta uno de los términos de la comparación.
En segundo lugar, la máxima de la ponderación
requiere acreditar la adecuación,
aptitud o idoneidad de la medida objeto de enjuiciamiento en orden a la protección o consecución de la finalidad
expresada; esto es, la actuación que
afecte a un principio o derecho constitucional ha de mostrarse consistente con el bien o con la finalidad en cuya virtud se
establece. Si esa actuación no es
adecuada para la realización de lo prescrito en una norma constitucional, ello significa que para esta última resulta
indiferente que se adopte o no la medida en cuestión; y entonces, dado
que sí afecta, en cambio, a la realización de
otra norma constitucional, cabe excluir la legitimidad de la intervención. En
realidad, este requisito es una prolongación del anterior: si la intromisión en
la esfera de un bien constitucional no
persigue finalidad alguna o si se muestra del todo ineficaz para alcanzarla,
ello es una razón para considerarla no justificada.
La intervención lesiva para un principio o
derecho constitucional ha de ser, en tercer lugar, necesaria; esto es, ha de acreditarse que no
existe otra medida que, obteniendo en
términos semejantes la finalidad perseguida, resulte menos gravosa o restrictiva. Ello
significa que si la satisfacción de un bien constitucional puede alcanzarse a través
de una pluralidad de medidas o actuaciones, resulta exigible escoger aquella que menos perjuicios
cause desde la óptica del otro
principio o derecho en pugna. No cabe duda que el juicio de ponderación requiere aquí, de los jueces, un género de
argumentación positiva o prospectiva que se
acomoda con alguna dificultad al modelo de juez pasivo propio de nuestro sistema, pues no basta con constatar que la medida
enjuiciada comporta un cierto
sacrificio en aras de la consecución de un fin legitimo, sino que invita a “imaginar” o
“pronosticar” si ese mismo resultado podría
obtenerse con una medida menos lesiva.
Finalmente, la ponderación se completa con el
llamado juicio de proporcionalidad
en sentido estricto que, en cierto modo, condensa todas las exigencias anteriores y
encierra el núcleo de la ponderación, aplicable esta vez tanto a las
interferencias públicas como a las conductas de los particulares. En pocas palabras, consiste en
acreditar que existe un cierto equilibrio entre los beneficios que se obtienen con la medida
limitadora o con la conducta de un particular en orden a la protección de un bien constitucional o a la
consecución de un fin legítimo, y los daños
o lesiones que de dicha medida o conducta se derivan para el ejercicio de un derecho o para la satisfacción de
otro bien o valor; aquí es donde propiamente rige la ley de la
ponderación, en el sentido de que cuanto
mayor sea la afectación producida por la medida o por la conducta en la esfera de un principio o derecho, mayor o
más urgente ha de ser también la necesidad de realizar el principio en pugna.
6. Ponderación,
discrecionalidad y democracia
No creo que pueda negarse el carácter
valorativo y el margen de discrecionalidad que comporta el juicio de ponderación. Cada uno de
los pasos o fases de la argumentación que
hemos descrito supone un llamamiento al ejercicio de valoraciones; cuando se decide la
presencia de un fin digno de protección, no siempre claro y explícito en la decisión enjuiciada;
cuando se examina la aptitud o idoneidad
de la misma, cuestión siempre discutible y abierta a cálculos técnicos o empíricos; cuando
se interroga sobre la posible existencia de otras intervenciones menos
gravosas, tarea en la que el juez ha de asumir el papel de un diligente legislador
a la búsqueda de lo más apropiado; y en fin y sobre todo, cuando se pretende realizar la
máxima de la proporcionalidad
en sentido estricto, donde la apreciación subjetiva sobre los valores en pugna y sobre la relación "coste
beneficio" resulta casi inevitable. En suma,
como ha mostrado contundentemente Comanducci,
los principios no disminuyen,
sino que incrementan la indeterminación del Derecho41, al menos la
indeterminación ex ante que es la única que aquí interesa42.
Ni los jueces — tampoco la sociedad—
comparten una moral objetiva y conocida, ni son coherentes en sus decisiones, ni construyen un sistema consistente de Derecho y moral para solucionar los casos, ni,
en fin, argumentan siempre racionalmente;
y ello tal vez se agrave en el caso de la ponderación donde las "circunstancias del caso” que han
de ser tomadas en consideración constituyen una variable de difícil
determinación43, y donde el establecimiento de una jerarquía móvil descansa
irremediablemente en un juicio de valor.
Pero me parece que esto tampoco significa que
la ponderación estimule
un subjetivismo desbocado, ni que sea un método vacío o que conduzca a cualquier
consecuencia, pues si bien no garantiza una y sólo una respuesta para todo caso
práctico, sí nos indica qué hay que fundamentar para resolver un conflicto constitucional, es
decir, hacia dónde ha de moverse la argumentación, a saber: la justificación de
un enunciado de preferencia (en favor de un principio o de otro, de un derecho o de su limitación) en
función del grado de sacrificio o de
afectación de un bien y del grado de satisfacción del bien en pugna. Como dice Alexy en este mismo sentido, las
objeciones de irracionalidad
o subjetivismo "valen en la medida en que con ellas se infiera que la ponderación no es un procedimiento que, en cada
caso, conduzca exactamente
a un resultado. Pero no valen en la medida en que de ellas se infiera que la ponderación no
es un procedimiento racional o es irracional"44.
Las críticas de subjetivismo no pueden ser
eliminadas, pero tal vez sí matizadas. En primer lugar, porque no nos movemos en el plano de cómo
se comportan efectivamente los
jueces, sino de cómo deberían hacerlo; que algunos jueces revistan sus fallos bajo el
manto de la ponderación no es una terapia segura que evite
las aberraciones morales,
las tonterías o un decisionismo vacío de toda ponderación45,
pero ello será así cualquiera que sea el modelo de argumentación que propugnemos. Pero, sobre todo,
en segundo lugar, me parece que una ponderación que lo
sea de verdad no puede dar lugar a cualquier
solución. Como sostiene Moreso, es
preciso "una reformulación ideal de los principios que tenga
en cuenta todas las propiedades potencialmente
relevantes" y esto ha de permitimos establecer una jerarquía condicionada entre tales principios susceptible de
universalización; "en la medida
en que consigamos aislar un conjunto de propiedades relevantes, estamos en disposición de ofrecer soluciones para
todos los casos, aunque dichas
soluciones puedan ser desafiadas cuando cuestionemos la adecuación del criterio
por el cual hemos seleccionado las propiedades relevantes”46. En resumen, cabe pensar que hay casos centrales en los que las circunstancias
relevantes se repiten y que deberían dar lugar a la construcción de una regla
susceptible de universalización y subsunción; aunque tampoco puede dejarse de pensar en la concurrencia de otras propiedades
justificadoras de una alteración en el
orden de los principios47.
Ese carácter valorativo y discrecional me
parece que está muy presente en las críticas formuladas a la ponderación como espita
abierta al decisionismo y a la subjetividad
judicial en detrimento de las prerrogativas del legislador. En realidad, aquí laten dos
cuestiones diferentes, la relativa al margen de discrecionalidad que permitiría, en
todo caso, la ponderación y la de la
legitimidad del control judicial sobre la ley, que no sin motivo suelen
aparecer entremezcladas. Este es el caso de Habermas, para quien la consideración de
los derechos fundamentales como bienes o valores que han de ser
ponderados en el caso concreto, convierte al
Tribunal en un negociador de valores, en una “instancia autoritaria” que invade las competencias del legislador y que "aumenta el peligro de juicios irracionales
porque con ello cobran primacía los argumentos funcionalistas a costa de los argumentos normativos"48. La alternativa para un tratamiento racional de la
cuestión consiste en una argumentación deontológica que sólo permita para cada caso una única solución correcta, lo que
implica concebir los derechos como auténticos principios, no corno valores que puedan ser
ponderados en un razonamiento teleológico; se trata, en suma, de "hallar entre las normas
aplicables prima facie aquella que se
acomoda mejor a la situación de aplicación, descrita de la forma más exhaustiva posible desde todos los puntos de
vista”49. Si he entendido bien,
desde esta perspectiva la ponderación no es necesaria porque no puede ocurrir — y,
si ocurre, será sólo una apariencia superable— que un mismo caso quede comprendido en el ámbito de dos principios o
derechos tendencialmente contradictorios;
siempre habrá uno más adecuado que otro y, al parecer, incluso podemos encontrarlo sin recurrir a las
valoraciones propias de la ponderación50.
A mi juicio, estas críticas a la ponderación
responden a una defectuosa comprensión de los conflictos constitucionales. Para
Habermas, la coherencia sistemática que se predica de
las normas constitucionales en el plano de la validez parece que puede prolongarse
racionalmente en el plano de la aplicación,
y por ello un principio no puede tener mayor o menor peso, sino que será adecuado o inadecuado para regular el caso
concreto y siempre habrá uno más adecuado51. Pero sorprende
la ausencia de procedimientos o argumentos alternativos en orden a perfilar el contenido estricto de
cada norma y su correspondiente adecuación
abstracta a un catálogo exhaustivo de posibles casos de aplicación52.
Justamente, lo que busca la ponderación es la norma adecuada al caso, y no, como parece
sugerir HABERMAS, la imposición más o menos arbitraria de un
punto medio; no se trata de negociar entre valores, sino de construir una regla
susceptible de universalización para todos los casos que presenten análogas propiedades
relevantes. Es verdad que esa construcción permite el desarrollo de distintas
argumentaciones no irracionales y permite, por tanto, dentro de ciertos límites, alcanzar soluciones
dispares; y esto es algo que tampoco parece
aceptar Habermas dada su defensa
de la tesis de la unidad de solución correcta53.
Una segunda línea crítica, entrelazada con la
anterior, se refiere específicamente a la inconveniencia de la ponderación en los procesos
sobre la constitucionalidad de la ley. Jiménez Campo, que no tiene,
"ninguna duda sobre la pertinencia del
control de proporcionalidad en la interpretación y aplicación judicial de los derechos fundamentales",
opina, sin embargo, que el enjuiciamiento
de la ley "no perdería gran cosa, y ganaría alguna certeza, si se invocara menos —o se excluyera, sin más— el
principio de proporcionalidad como canon genérico de la ley"54.
Todo parece indicar que esta diferencia no obedece a algún género de
imposibilidad teórica o conceptual, sino más bien a motivos políticos o constitucionales. En efecto, la ponderación
sugiere que toda intervención legislativa,
al menos en la esfera de los derechos, requiere el respaldo de otro derecho o bien constitucional, de
modo que, "la legislación se reduciría
a la exégesis de la Constitución"; pero "las cosas no son así, obviamente (...) la Constitución no es un
programa"55.
Creo que esta opinión se inscribe o podría
servir como argumento complementario a las posiciones que de un modo más general ponen en
duda la legitimidad democrática de la fiscalización judicial de la ley,
cuestión que no procede
analizar ahora. Ciertamente, ya he dicho que el control abstracto de leyes no es la actividad más
idónea para el desarrollo de la ponderación, estrechamente conectada al caso concreto. Tal vez por eso la
jurisprudencia se muestra muy prudente en la
aplicación de la máxima de proporcionalidad al enjuiciamiento de leyes56, de modo que no parece perseguir el
triunfo de una racionalidad
"mejor”, sino el remedio a una absoluta falta de racionalidad. Por otro lado, es, sin duda, cierto que la actividad
legislativa no ha de verse como una mera ejecución de la
Constitución y que, por tanto, dispone de una amplia libertad configuradora57.
Sin embargo, y al margen de que lógicamente lo que no puede perseguir son fines
inconstitucionales, ocurre que el juicio de ponderación no se agota en la comprobación de la existencia de un fin
legítimo, sino que, como hemos visto,
incluye también otros pasos o exigencias cuya consideración, me parece, no hay
motivo para excluir radicalmente en relación con el legislador58.
Por otra parte, si de lo que se trata es de
mantener el respeto a la autoridad democrática del legislador, tampoco acabo de entender que se
rechace la ponderación en el
control de la leyes y que se acepte en los procesos ordinarios de
aplicación de los derechos59, pues, a la postre, en esta ponderación aparecerá con
frecuencia involucrada una ley. En realidad, la fiscalización abstracta de las
leyes podría desaparecer sin gran merma para el sistema de garantías60.
Lo que no podría desaparecer es la defensa de los derechos por parte de la justicia ordinaria,
cuyo primer y preferente parámetro normativo no es la ley, sino la
Constitución; y es aquí justamente donde la ponderación despliega toda su virtualidad. Como
observa Ferrajolí, una concepción no meramente procedimentalista
de la democracia ha de ser, "garante de los derechos fundamentales de los ciudadanos y no
simplemente de la omnipotencia de la mayoría" y esa garantía sólo puede
ser operativa con el
recurso a la instancia jurisdiccional61.
Sin duda, la idea de los principios y el
método de la ponderación, que aparecen indisociablemente unidos, representan un riesgo para la
supremacía del legislador y, con ello, para
la regla de mayorías que es fundamento de la democracia. Pero, por lo que alcanzo a
entender, es un riesgo inevitable si quiere mantenerse una versión tan fuerte
del constitucionalismo como la presentada al comienzo de este trabajo. Si las
normas sustantivas de la Constitución quieren entenderse dentro del sistema jurídico,
como parámetros de enjuiciamiento inmediatamente aplicables, y no por encima
y fuera de dicho sistema, su consideración por la justicia ordinaria
resulta obligada; y esa consideración, habida cuenta de su carácter tendencialmente
contradictorio, sólo
puede recabar algún género de racionalidad a través de la ponderación. Naturalmente, el
constitucionalismo puede, también, concebirse en una versión más débil, más europea o kelseniana, pero entonces
habremos de aceptar que las normas
constitucionales son criterios para la ordenación de las fuentes del Derecho y no fuentes en sí mismas generadoras de
derechos y obligaciones directamente
vinculantes.
En resumen, el neoconstitucionalismo como
modelo de organización jurídico política quiere representar un
perfeccionamiento del Estado
de Derecho, dado que si es un postulado de este el sometimiento de todo poder al Derecho, el tipo de Constitución que hemos
examinado pretende que ese sometimiento alcance también al legislador.
Bien es cierto que, a cambio, el neoconstitucionalismo
implica también una apertura al judicialismo, al menos desde la perspectiva europea, de modo que si lo que gana el Estado de Derecho,
por un lado, no lo quiere perder por
el otro, esta fórmula política reclama, entre otras cosas, una depurada teoría de la argumentación capaz de garantizar
la racionalidad y de suscitar el consenso en tomo a las decisiones judiciales;
y, a mi juicio, la ponderación rectamente entendida tiene ese sentido. Inclinarse en favor del legalismo o del judicialismo
como modelos predominantes es, según
creo, una opción ideológica, pero el intento de hallar un equilibrio —nunca del
todo estable— requiere la búsqueda de aquella racionalidad no sólo para las decisiones judiciales, sino también para
las legislativas, aspecto, este
último, que a veces se olvida. A su vez, como teoría del Derecho, el neoconstitucionalismo estimula una
profunda revisión del positivismo teórico y según alguna opinión —que no
comparto— también del positivismo
metodológico. Sea como fuere, de lo expuesto hasta aquí se desprende que el neoconstitucionalismo requiere
una nueva teoría de las fuentes
alejada del legalismo, una nueva teoría de la norma que dé entrada al problema de los principios, y una reforzada teoría
de la interpretación, ni puramente
mecanicista ni puramente discrecional, donde los riesgos que comporta la interpretación constitucional puedan
ser conjurados por un esquema
plausible de argumentación jurídica.
(*)
Publicado en: Anuario de la Facultad de Derecho de la
Universidad
Autónoma de Madrid 5, 2001.
Notas
1. Con algunas
libertades adopto aquí el esquema propuesto por P. COMANDUCCI, "Formas de (neo)
constitucionalismo: un reconocimiento metateórico", trabajo inédito.
2. He tratado de
estos aspectos en Constitucionalismo y positivismo, Fontamara, México, 2.aed.,
1999, pp. 49 y ss.
3. Sobre esas dos
tradiciones sigo en lo fundamental el esquema propuesto por M.FIORAVANTI, Los
derechos
fundamentales. Apuntes de historia de las Constituciones, trad. de M. Martínez
Neira, Trotta, Madrid, 1996, pp. 55 y ss.; del mismo autor vid también Constitución.
De la antigüedad a
nuestros días, trad. de M. Martínez Neira, Trotta, Madrid, 2001, pp. 71 y ss.
nuestros días, trad. de M. Martínez Neira, Trotta, Madrid, 2001, pp. 71 y ss.
4.
Sobre esa evolución puede verse Ch. WOLFE, La
transformación de la interpretación constitucional, trad, de M.G. Rubio de Casas y S.
Valcárcel, Civitas, Madrid, 1991
5. Advertía KELSEN que
la Constitución, especialmente si crea un Tribunal Constitucional, debería de abstenerse de todo
tipo de fraseología, porque "podrían interpretarse las disposiciones de la
Constitución que
invitan al legislador a someterse a la justicia, la equidad, la igualdad, la
libertad, la
moralidad, etc. como directivas relativas a! contenido de las leyes. Esta interpretación sería evidentemente equivocada", pues conduciría a la sustitución de la voluntad parlamentaria por la voluntad judicial: "el poder del tribunal sería tal que habría que considerarlo simplemente
insoportable", "La garantía jurisdiccional de la Constitución (la justicia constitucional), en Escritos sobre la democracia y el socialismo, ed. de X Ruiz Mañero, Debate, Madrid, 1988, p. 142 y s.
moralidad, etc. como directivas relativas a! contenido de las leyes. Esta interpretación sería evidentemente equivocada", pues conduciría a la sustitución de la voluntad parlamentaria por la voluntad judicial: "el poder del tribunal sería tal que habría que considerarlo simplemente
insoportable", "La garantía jurisdiccional de la Constitución (la justicia constitucional), en Escritos sobre la democracia y el socialismo, ed. de X Ruiz Mañero, Debate, Madrid, 1988, p. 142 y s.
6. Como dice F. RUBIO,
hay en KELSEN "una repugnancia a admitir la vinculación del legislador a los
preceptos no puramente organizativos de
la Constitución, a aceptar la predeterminación del contenido material de la ley, "Sobre la relación entre
el Tribunal Constitucional y el Poder Judicial en el ejercicio de la jurisdicción constitucional", Revista
Española de Derecho Constitucional, N°4,1982, p 40.
7. Sobre el modelo de
Justicia constitucional kelseniano y sus insuficiencias desde la perspectiva
del
constitucionalismo
contemporáneo he tratado en “Tribunal Constitucional y positivismo jurídico”,
en Teoría de la Constitución. Ensayos escogidos, compilación de M.
CARBONELL, Porrúa» UNAM, México, 2000, pp. 312 y ss.
8. E. DIAZ, Estado de Derecho y
sociedad democrática, Edicusa, Madrid, 1966, p. 21.
La afirmación se mantiene inalterada en la novena edición, Taurus, Madrid,
1998, p, 47 y s.
9. Tomo prestada la expresión
de A.E. PÉREZ LUÑO, El desbordamiento de las fuentes del
Derecho. Real Academia sevillana
de legislación y jurisprudencia, Sevilla, 1993, un trabajo por lo demás muy luminoso para
comprender algunas implicaciones del constitucionalismo contemporáneo.
10. En palabras de L. FERRAJOLI, la sujeción del juez
a la ley ya no es, como en el viejo paradigma positivista, sujeción a la letra de la ley, cualquiera que fuese su
significado, sino sujeción a la ley en cuanto
válida, es decir, coherente con la Constitución”, Derechos y
garantías. La ley del más débil. Introducción de P. Andrés, trad, de
P, Andrés y A. Greppi, Trotta, Madrid, 1999, pág. 26
11. Me he ocupado de ello en “Del mito a la decadencia
de la ley. La ley en el Estado constitucional”, en Ley, Principios, Derechos, Dykinson, Madrid, 1998, pp. 17 y ss.
12 Resumo aquí la
caracterización más o menos coincidente que ofrecen distintos autores, como R.
ALEXY. El concepto y validez, del Derecho, de
Jorge M. Seña, Gedisa, Barcelona, 1994, pp. 159 y ss.; G. ZAGREBELSKY. El
Derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, trad. de M. Gascon, epilogo de G.
Peces – Barba, Trotta, Madrid, 1995, pp. 109 y ss; R. Guastini.. ”La costituzionalizzazione”
del “ordinamento italiano”, en Ragión Pratica, Nº 11, 1998, pp. 185 y ss. Puede
verse también mi “Constitucionalismo y Positivismo, cito, pp. 15 y ss.”
13. El art 27, cuya elaboración estuvo a punto de
frustrar el consenso en la fase constituyente, regula el modelo educativo de
una forma bastante prolija mediante la
incorporación de postulaciones y
pretensiones procedentes de distintas filosofías o ideologías educativas, por lo demás siempre presentes en la historia de la España
contemporánea; por simplificar, algunos de los preceptos parecen dar satisfacción a la opción confesional,
mientras que otros estimulan el
desarrollo de la opción laica. Pero la
cuestión es que, tal y como ha sido interpretado este artículo, no cabe decir
que permita sin más el triunfo
absoluto de una u otra opción, según cuál sea la mayoría parlamentaria, sino
que reclama una formula integradora capaz de armonizar ambas, es decir, reclama
un “escape de bolillos”, que por cierto
termina efectuando el Tribunal Constitucional.
14. J. HABERMAS,
"¿Cómo es posible la legitimidad por vía de legalidad?", en Escritos sobre moralidad y eticidad, introducción y trad.
de M. Jiménez Redondo, Raidos, Barcelona, 1991, p, 168.
15. Sobre esta y otras dificultades de
"La ética de los derechos" vid. el trabajo con este mismo título de
F. VIOLA, Doxa, N.° 22t
1999, pp. 507 y ss.
16. G. ZAGREBELSKY, El
derecho dúctil, citado, pp., 75 y ss.
17. Esta es la
caracterización que hace R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, trad de Garzón Valdés, C.E.C., Madrid,
1993, pp. 81 y ss.
18. Sobre la pretendida
especificidad de la interpretación constitucional debe verse P.COMANDUCCI,
"Modelos e
interpretación de la Constitución", en Teoría de la Constitución.
Ensayos escogidos, citado, pp. 123 y ss. Aquí se sostiene de forma
convincente que, en realidad, los modelos de interpretación constitucional
son dependientes o se conectan estrechamente con la forma de concebir la
Constitución misma.
19. Seguramente, son R.
DWORKIN y R. ALEXY los autores en que con mayor intensidad se aprecian las implicaciones
de una teoría de los principios que es, en suma, una teoría del
constitucionalismo contemporáneo; implicaciones que van más allá del
ámbito meramente explicativo acerca del
funcionamiento de
los sistemas jurídicos para alcanzar las esferas metodológicas y conceptuales sobre la idea de
Derecho y su relación con la moral. Vid. sobre el particular A. GARCÍA FIGUEROA,
Principios y
positivismo jurídico. El no positivismo principialista en las teorías de R.
Dworkin y R Álexy, C.E.P.C, Madrid, 1998,
20.“Las piezas del
Derecho" de M. ATIENZA y J. RUIZ MANERO es
precisamente el título de una de las obras que más ha contribuido a
revisar la teoría de los enunciados jurídicos, Ariel, Barcelona, 1906,
21. P. COMANDUCCI, "Formas de
(neo)constitucionalismo: un reconocimiento metateórico",citado,p.14 del
texto mecanografiado.
22.Aunque espero que el
ejemplo pueda valer, conviene aclarar que en realidad no hay ninguna norma constitucional que
imponga el trato jurídico igual para hombres y mujeres; es más, de ser así, resultarían
inviables las medidas que tratan de equilibrar la previa desigualdad social de
la mujer. Lo
que al art.14 prohíbe es la desigualdad inmotivada o no razonable, es decir, lo que se llama discriminación. El artículo 57, 1 permite excluir toda liberación: en orden a la sucesión a la Corona no procede discutir si es razonable o no preferir al varón; así lo impone una norma especial y ello es
suficiente. Sobre el principio de igualdad y su particular forma de aplicación el tratado en “Los derechos sociales y el principio de igualdad sustancial”, en la Ley, Principios, Derechos, citado, pp. 69 y ss.
que al art.14 prohíbe es la desigualdad inmotivada o no razonable, es decir, lo que se llama discriminación. El artículo 57, 1 permite excluir toda liberación: en orden a la sucesión a la Corona no procede discutir si es razonable o no preferir al varón; así lo impone una norma especial y ello es
suficiente. Sobre el principio de igualdad y su particular forma de aplicación el tratado en “Los derechos sociales y el principio de igualdad sustancial”, en la Ley, Principios, Derechos, citado, pp. 69 y ss.
23.R. Guastini, Distinguiendo, Estudios
de teoría y metateoría del Derecho, trad. de J. Ferrar, Gedisa, Barcelona, 1999, p. 167.
24. K. GÜNTHER, “Un concepto normativo de coherencia
para una teoría de la argumentación jurídica”, trad. de J.C. Velasco, Doxa
17-18,1995, p. 281.
25. JJ. MORESO, "Conflictos
entre principios constitucionales", trabajo inédito, p. 13
26. K. GÜNTHER, “Un
concepto normativo de coherencia...", citado, p. 283.
27. R. GUASTINI ha
sugerido que la clase de antinomias que “de hecho” son resueltas mediante ponderación bien
podrían encontrar respuesta mediante el criterio de la /ex specialis, "reformulando
en sede
interpretativa uno de los principios y, precisamente, introduciendo en ellos
una cláusula de excepción o exclusión", Distinguiendo, citado,
p. 168 y s. Si he entendido bien, creo que más o menos en eso consiste la
ponderación en afirmar que cuando se produce cierta situación o concurre determinada
circunstancia fáctica, una norma desplaza a la otra, de modo que
dicha situación o circunstancia excluye o representa una excepción a la eficacia de esta
última. Sin embargo, aunque el resultado sea el mismo, ello no obedece a que la
condición de aplicación descrita en una norma sea un "caso especial"
respecto de la descrita en aquella con la que se entabla el conflicto, y ello porque justamente,
como se ve en ejemplo propuesto, estos principios carecen de condición de aplicación. De ahí
que merezca subrayarse la matización de GUASTINI, "reformulando en sede interpretativa"
lo que no aparece formulado en sede de los enunciados normativos.
28. Me he ocupado del
tema con mayor detalle en "Diez argumentos sobre los principios", en Ley,
Principios, Derechos, citado, pp. 52 y ss.
29. R. GUASTINI, Distinguiendo,
citado, p. 169. de A. ROSS vid. Sobre el Derecho y la justicia (1958), trad. de G.
Garrió, Eudeba, Buenos Aires, 1963, p. 125.
30. Del mismo modo, si
concebimos la existencia de un principio general de libertad, cabria decir que todas las normas
constitucionales que ofrecen cobertura a una actuación estatal limitadora de la
libertad se encontrarían siempre prima
facie en conflicto con dicho principio y, por ello, requerirían en
todo caso un esfuerzo de justificación. De ello me he ocupado en un trabajo sobre "La limitación de los derechos fundamentales y la norma de clausura del sistema de libertades¨, Derechos y Libertades, N.° 8, 2000, pp. 429 y ss.
todo caso un esfuerzo de justificación. De ello me he ocupado en un trabajo sobre "La limitación de los derechos fundamentales y la norma de clausura del sistema de libertades¨, Derechos y Libertades, N.° 8, 2000, pp. 429 y ss.
31. R. GUASTINI, Distinguiendo, citado,
p. 170.
32. R. ALEXY, Teoría de los derechos
fundamentales, citado, p. 161.
33. STC 320/1994.
34. P. DE LORA, “Tras el rastro de la
ponderación*, Revista Española de Derecho Constitucional, N.°60,2000,
p. 363 y s.
35. En realidad, cabe pensar también en soluciones
intermedias donde la ponderación no se resuelve en el triunfo circunstancial de
uno de los principios, sino en la búsqueda de una solución conciliadora. Es el llamado principio de concordancia práctica, que
en ocasiones aparece sugerido por el Tribunal Constitucional: "el intérprete constitucional se ve obligado a
ponderar los bienes y derechos en función
del supuesto planteado, tratando de armonizarlos si ello es posible o,
en caso contrario, precisando las condiciones y requisitos en que podría
admitirse la prevalencia de uno de ellos", STC 53/1985 (el subrayado es
mío). Vid. J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, La ponderación de bienes e intereses
en el Derecho Administrativo, M. Pons, Madrid, 2000, p. 28 y s. Así, por
ejemplo, el juez que examina el acto
administrativo de prohibición de una manifestación dispone de tres
posibilidades de decisión: confirmar el acto y con ello la prohibición,
declarar la procedencia de la manifestación en los términos solicitados o, en fin, establecer unas condiciones de ejercicio
que intenten preservar a! mismo tiempo
el derecho fundamental y la protección del orden público. Vid. sobre el
particular J.C. GAVARA DE CARA. El sistema de organización
del ejercicio del derecho de reunión y manifestación, McGraw-Hill Madrid,
1997, pp. 108 y ss.
36. Aquí se plantea una cuestión
interesante sobre la que no.es posible detenerse:
que en el caso enjuiciado resulten relevantes al mismo tiempo un tipo penal y
un derecho fundamental significa que entre este último y sus límites (penales)
no existe una frontera nítida. Así lo ha confesado el Tribunal Constitucional en su conocida sentencia
49/1999 (Mesa Nacional de Herri Batasuna): que los hechos fueran constitutivos del delito de colaboración con
banda armada "no significa que quienes realizan esas actividades no estén materialmente expresando
ideas, comunicando información y participando en asuntos públicos” y,
precisamente porque lo están haciendo, porque están ejerciendo derechos, aún
pueden beneficiarse del juicio de ponderación; juicio que por cierto, desembocó
en la estimación del recurso de amparo por
violación de! principio estricto de proporcionalidad. Todo lo cual nos habla en
favor de una teoría amplia del supuesto de hecho de derechos fundamentales,
como he tratado de mostrar en mi trabajo ya
citado “La limitación de los derechos fundamentales y la norma de clausura del sistema de libertades.”
37. Vid,
J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, “La ponderación de bienes e intereses” en Derecho Administrativo,
citado,
pp. 150 y ss.
38. Por
ello, me parece muy discutible la idea de que sea el legislador quien
realice ponderaciones prima facie,
cuyo efecto sería hacer recaer la carga de la argumentación sobre la defensa
del principio preterido, como explica J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO,
La ponderación de bienes… citado
p.
165. Si de la Constitución no se deduce esa carga de la argumentación ni tampoco un orden de preferencia
entre los principios implicados» imponerlo mediante la ley se asemeja mucho a una tarea constituyente.
39. Conviene advertir que, según
una reiterada jurisprudencia del Tribunal Constitucional, no existe un derecho fundamental a la
proporcionalidad de las penas, es decir, no cabe impugnar un tipo penal solo porque la pena se juzgue
excesiva. En cambio, de la sentencia antes comentada relativa a Herri Batusana parece deducirse que el
control entra en juego cuando aparece implicado otro derecho fundamental —la libertad de
expresión o de participación política— del que el tipo penal sería su límite. Por mi parte, considero
preferible entender que todo tipo penal puede representar en principio un límite a la libertad
constitucional y que, por ello, la proporcionalidad de las penas representa una
exigencia autónoma.
40. Puede
verse el número 5, monográfico, de los Cuadernos de Derecho Público, coordinado
por J. Barnes,
INAP, septiembre-diciembre 1998;
también J.M. RODRÍGUEZ
DE SANTIAGO, “La ponderación
de bienes e intereses" en Derecho Administrativo, citado. En
relación con el principio de proporcionalidad en materia de
derechos fundamentales, especialmente en Derecho alemán, J.C. GAVARA DE CARA, Derechos
fundamentales y desarrollo legislativo, C.E.C., Madrid, 1094; y , para
España, M. MEDINA
GUERRERO, La vinculación
negativa del legislador a
los derechos fundamentales, Mc Graw - Hill,
Madrid, 1996. Por mi parte, he realizado un estudio más detallado en "Observaciones sobre las antinomias y el
criterio de ponderación", Revista de Ciencias Sociales de Valparaíso (en prensa).
41.Vid. P. COMANDUCCI,
"Principios jurídicos e indeterminación del Derecho", en P.E,
Navarro, A. Bouzat y LM .Esandi
(ed), Interpretación constitucional, Universidad Nacional del Sur, Bahía
Blanca 1999, en especial
pp. 74 y ss. Que los principios estimulan la discrecionalidad lo defendí con más
detalle en Sobre principios y normas, C.E.C., Madrid, 1992, pp. 119 y s.
detalle en Sobre principios y normas, C.E.C., Madrid, 1992, pp. 119 y s.
42. Sobre la distinción
entre indeterminación ex ante y ex post vid. P. COMAN DUCCI, Assaggi
di metaetica due, Giappichelii,
Torino, 1998, pp. 92 y ss. En un sistema que impone la obligación de fallar, el Derecho
siempre termina determinándose ex post y, en esa tarea, los principios
pueden ser una ayuda para que
el juez justifique su decisión, pero, en cambio, no representan una gran ayuda para que sepamos ex ante cuáles son las
consecuencias jurídicas de nuestras acciones.
43.
Al margen de un riesgo cierto para la preservación
del principio de igualdad y sobre ello vid. F. LAPORTA, "Materiales para
una reflexión sobre racionalidad y crisis de la ley", Doxa, 22, 1999, p. 327.
44.
R. ALEXY, Teoría de los derechos fundamentales, citado,
p. 157.
45.
Como ha
criticado F. LAPORTA, "Materiales para una reflexión sobre racionalidad y
crisis de la ley” citado, p. 327.
46. JJ. MORESO, “Conflictos
entre principios constitucionales", citado, pp. 14 y 18 y s, del texto mecanografiado.
47.Puede ser interesante
recordar aquí la distinción de ALEXY entre casos potenciales y actuales de derechos
fundamentales, Teoría de los derechos fundamentales, citado, p. 316.
Cabe decir que un caso es potencial cuando la ponderación es superflua: no es
que no pueda ponderarse entre la libertad religiosa y el derecho a la vida en el caso
de una secta que propugne sacrificios humanos; es que resulta innecesario hacerlo
porque existe un Consenso en torno a las circunstancias relevantes. En cambio, no parece tan
superflua esa misma ponderación, y por eso es un caso actual y no potencial, en el
supuesto de oposición a determinadas prácticas médicas, como las transfusiones
de sangre.
48. J. HABERMAS, Facticidad y validez, Introducción y traducción de
M. Jiménez Redondo,
Trotta, Madrid, 1998, p. 332.
49. Ibídem, p. 333.
50. Entre
nosotros, una tesis semejante es sostenida por A.L. MARTINEZ – PUJALTE, La
garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales, CE.C. Madrid,
1997, pp. 126 y ss.
51. En
efecto, por un lado, resulta que, “distintas
normas no pueden contradecirse unas a otras si pretenden validez para el mismo
círculo de destinatarios; tienen que guardar una relación
coherente, es decir, formar sistema”, y, de otro lado, sucede
que “entre las normas que vengan al caso y las Normas que —sin perjuicio de
seguir siendo válidas— pasan a un segundo plano, hay que poder establecer una
relación con sentido, de suerte que no se vea afectada la coherencia del
sistema jurídico en su
conjunto”, Facticidad y validez, citado, pp. 328 y 333.
52. Esto sólo serla
alcanzable si fuésemos capaces de establecer relaciones de especialidad entre principios y derechos
constitucionales, algo que, como hemos visto, no parece viable.
53. J. HABERMAS, Facticidad y validez, citado,
pp. 293 y ss.
54. J. JIMÉNEZ CAMPO, Derechos
fundamentales. Concepto y garantías, Trotta, Madrid, 1999, pp.,
77 y 80.
55. Ibídem, p, 75. En un sentido análogo dice
E. FORSTHOFF que la proporcionalidad equivale a "la degradación de la
legislación... al situarla bajo las categorías del derecho
administrativo", esto es, al pretender
equiparar el control sobre la discrecionalidad administrativa con el control
sobre la discrecionalidad del
legislador, El Estado en la sociedad industrial, trad. de L. López
Guerra y J. Nicolás Muñiz, I.E.P.,
Madrid, 1975S p. 240 y s.
56.Así, la STC 55/1996
habla de sacrificio "patentemente" innecesario de derechos, de
"evidente" y "manifiesta" suficiencia de medios
alternativos, de desequilibrio "patente”, etc. Vid. M. MEDINA GUERRERO, "El
principio de proporcionalidad y el legislador de los derechos
fundamentales", en el N°
5 de los Cuadernos de Derecho Público, citado, pp. 121 y ss.
57.Es más, el Tribunal Constitucional no
parece mostrarse muy riguroso en la comprobación del efectivo y expreso
respaldo constitucional de la finalidad perseguida por el legislador, bastando
una relación indirecta o mediata
entre ésta y el sistema de valores que se deduce de la Constitución. Vid. M.
MEDINA GUERRERO, La vinculación negativa del legislador a los derechos fundamentales, citado, pp. 71 y ss.
MEDINA GUERRERO, La vinculación negativa del legislador a los derechos fundamentales, citado, pp. 71 y ss.
58.En realidad, creo
que JIMÉNEZ CAMPO tampoco se muestra muy seguro de la exclusión cuando transforma la exigencia de ponderación
en respeto al principio de igualdad, que incluye precisamente un juicio de
razonabilidad o proporcionalidad, p. 79 de la obra citada. Esto confirmaría,
por otra parte,
algo que hemos sugerido antes: el control abstracto sobre la ley por vía de ponderación es una posibilidad directamente conectada al grado de concreción del supuesto de hecho o condición de aplicación previsto en la ley, y son precisamente las normas que contemplan casos más específicos o
concretos (las menos abstractas y generales) las que mayores sospechas presentan desde la óptica del principio de igualdad.
algo que hemos sugerido antes: el control abstracto sobre la ley por vía de ponderación es una posibilidad directamente conectada al grado de concreción del supuesto de hecho o condición de aplicación previsto en la ley, y son precisamente las normas que contemplan casos más específicos o
concretos (las menos abstractas y generales) las que mayores sospechas presentan desde la óptica del principio de igualdad.
59.Esta parece ser
también la posición de HABERMAS, quien considera el recurso de amparo como "menos
problemático" que el control abstracto de leyes, Facticidad y validez, citado,
p. 313.
60.Ya he dicho que, a mi juicio, el
Tribunal Constitucional es una herencia de otra época, de aquella que concebía la Constitución como una norma interna a
la vida del Estado, separada del resto del sistema jurídico y, portante, inaccesible para la justicia
ordinaria.
61.L. FERRAJOLI, Derechos
y garantías. La ley del más débil, citado, p. 23 y s.
Comentarios
Publicar un comentario