Una tipología de las normas constitucionales.


Por: Juan Ruiz Manero.

 SUMARIO
I. Introducción. Normas constitutivas y normas regulativas, modelos de Constitución y concepciones constitucionales.

II. Las normas constitucionales regulativas.
A. Una tipología general de las normas regulativas.
B. El alcance de la tipología precedente.
C. Cuatro acotaciones sobre principios y directrices constitucionales.
D. Principios explícitos y principios implícitos. Una peculiaridad francesa: los “principios fundamentales reconocidos por las leyes de la República”.

III. Las normas constitucionales constitutivas.
A. Dos especies de normas constitutivas. La estructura de las normas que confieren poderes y, especialmente, de las que confieren poder para legislar.
B. Validez constitutiva y validez regulativa. Una tensión irresuelta en los criterios constitucionales de validez jurídica.




            I. Introducción. Normas constitutivas y normas regulativas, modelos de Constitución y concepciones constitucionales.


            Aunque históricamente se ha hablado, y se continúa hablando, de ‘Constitución’ en diversos sentidos, hoy resulta sin duda predominante el uso de ‘Constitución’ en el sentido de ‘Constitución formal’[1]. Esto es, el término ‘Constitución’ se emplea sobre todo para referirse al documento normativo, situado en el vértice del sistema jurídico y dotado de un régimen jurídico especial, que, por un lado, establece las competencias de los principales órganos del Estado y, por otro, pone límites y proporciona guías positivas para el ejercicio de esas competencias. Mientras que el establecimiento de límites tiene principalmente lugar en forma de derechos subjetivos garantizados a los ciudadanos, las guías positivas vienen aportadas principalmente por la estipulación de determinados objetivos colectivos como fines hacia cuya consecución debe ordenarse el ejercicio de esas mismas competencias.
            Pues bien: la configuración de las competencias de los órganos del Estado requiere de normas constitutivas, y más específicamente, de normas que confieren poderes normativos, que, al establecer las condiciones para ello, posibiliten a cada uno de estos órganos la producción de los resultados institucionales o cambios normativos en que consisten, precisamente, sus competencias. El establecimiento, en  cambio, de límites y guías al ejercicio de esas mismas competencias requiere, no de normas constitutivas sino de normas regulativas, esto es, de normas que contengan modalizaciones deónticas en forma de obligaciones, prohibiciones y permisos.
            De forma que las dos grandes funciones de la Constitución –conferir competencias y disciplinar su ejercicio- aparecen vinculadas, cada una de ellas, a la bipartición más básica en la tipología de las normas: la que distingue entre normas constitutivas y normas regulativas.
            La articulación de esta bipartición, sin embargo, y la importancia relativa de las diversas especies que ubicamos dentro de cada uno de estos dos grandes géneros, presentan en la Constitución rasgos característicos singulares, tanto en relación con el sistema jurídico en su conjunto, como en relación con otros textos jurídicos o fuentes del Derecho. Veamos algunas de estas peculiaridades. La primera de ellas reside en que, en relación con el sistema jurídico en su conjunto, las normas regulativas son funcionalmente más básicas que las normas constitutivas y, especialmente, que las normas que confieren poderes. Quiere decirse que las normas regulativas (con alguna excepción que podemos ahora dejar de lado) tienen funcionalmente sentido por sí mismas, esto es, en ausencia de cualquier tipo de interrelación sistemática con otras normas y en particular con normas que confieran poderes[2]. Así, por ejemplo, la prohibición del homicidio, o del robo o la obligación del cuidado de la prole, podrían existir como estándares sociales significativos en ausencia de interrelaciones sistemáticas de cualquier tipo con otras normas y, en particular, sin formar parte de un sistema normativo que regule su propia composición, reforma  y aplicación[3]. Sin embargo, no ocurre lo mismo con las normas que confieren poderes para promulgar nuevas normas o derogar las antiguas: tales poderes sólo tienen funcionalmente sentido si, mediante su ejercicio, pueden promulgarse o derogarse normas regulativas. Otro tanto ocurre con las normas que confieren poderes para determinar autoritativamente si se han violado o no otras normas e imponer, en su caso, sanciones o remedios: tal determinación autoritativa, y la eventual y ulterior imposición de sanciones o remedios, no puede sino referirse a normas regulativas.
            De forma que cabe que una sociedad esté regulada únicamente por un conjunto de normas regulativas –aunque a ese conjunto le negaríamos el título de sistema jurídico y quizás también el de sistema- pero no cabe un sistema normativo con anclaje social compuesto únicamente por normas que confieran poderes normativos: pues tales poderes normativos sólo tienen funcionalmente sentido en cuanto orientados, en último término, a la producción o aplicación de normas regulativas.
            Pero si del sistema jurídico en su conjunto pasamos a ese documento al que llamamos ‘Constitución’, la situación parece revertirse: pues si bien cabe una Constitución que carezca de normas regulativas, no cabe en modo alguna una Constitución que sólo contenga normas de ese tipo, esto es, una Constitución que carezca de normas constitutivas y, en particular, de normas que confieran poderes. Y ello porque aquello sin lo cual un documento normativo no merece el título de ‘Constitución’ es precisamente el establecimiento de las competencias –de los poderes normativos- de los órganos superiores del Estado. Disciplinar el uso de esas competencias mediante normas regulativas tiene como condición necesaria su previo establecimiento. Una vez establecidas las competencias es ya posible –es cuestión contingente- el que su ejercicio aparezca o no disciplinado con mayor o menor intensidad mediante normas regulativas. Si la Constitución no contiene en absoluto normas regulativas orientadas a tal disciplina, la Constitución se limitará a operar como fuente de las fuentes del Derecho –esto es, a establecer el mapa de las fuentes del Derecho (o, al menos, de las de mayor jerarquía)-; si, y en la medida en que, la Constitución no se limite a establecer tal mapa de los poderes normativos, sino contenga también normas regulativas que operen como parámetros de corrección de los resultados –de los cambios normativos- producidos mediante el uso de tales poderes, la Constitución no será ya sólo fuente de las fuentes, sino fuente del Derecho[4]: la fuente de mayor jerarquía, que, como tal, acotará ciertos contenidos como indisponibles para las demás fuentes y, en particular, para la legislación.
            La gran división entre normas constitutivas, y, en especial, normas que confieren poderes, de un lado, y normas regulativas, de otro,  se encuentra también asociada a la clasificación de las Constituciones (y de las concepciones de la Constitución) en mecánicas y normativas[5]. Una Constitución mecánica pura estaría compuesta únicamente por normas que confieren poderes, en tanto que una concepción puramente mecánica de la Constitución abogaría por un texto constitucional compuesto únicamente por normas de este tipo. Esto no significa que una Constitución mecánica o una concepción mecánica de la Constitución sean indiferentes a la calidad de los contenidos normativos y decisionales que resulten del ejercicio de los poderes constitucionales. Pero una Constitución o una concepción constitucional de este tipo se basan en la idea de que la mejor manera de hacer más probables los contenidos deseados (por ejemplo, una legislación moderada o, en general, contenidos normativos y decisionales respetuosos con los derechos humanos) es diseñando los distintos órganos y sus poderes normativos de forma tal que su juego conjunto maximice, a través principalmente de mecanismos de checks and balances, la probabilidad de contenidos  de este tipo. 
            Una Constitución normativa, o una concepción normativa de la Constitución,  por su parte, tienden a asegurar la deseabilidad de los contenidos que resulten del ejercicio de los poderes de los órganos constitucionales preferentemente por medio de normas regulativas que disciplinen, mediante el establecimiento de obligaciones y prohibiciones, el ejercicio de esos poderes. Y asimismo mediante órganos, como los Tribunales Constitucionales, que sean destinatarios de normas asimismo regulativas que les impongan el deber de anular los contenidos normativos y decisionales que violen tales obligaciones o prohibiciones relativas al ejercicio de los poderes.  
            Esta gran división entre, de un lado, normas constitutivas y, particularmente,  normas que confieren poderes y, de otro, normas regulativas, se asocia también a las dos grandes concepciones del sistema jurídico que podemos vincular, emblemáticamente, a la imagen del mismo como sistema dinámico de Hans Kelsen y a la concepción del Derecho como integridad de Ronald Dworkin.
            En la reconstrucción de Kelsen, en efecto, el orden jurídico aparece como una unidad, como un sistema, en tanto que ese orden jurídico se presenta –desde la Constitución a las sentencias judiciales o resoluciones administrativas- como una estructura escalonada en la que las normas de una cierta grada reciben, de un lado, su validez de las normas de grada superior, conforme a las cuales se han producido y, de otro, esas mismas normas, regulando la producción normativa inferior, fundamentan la validez de normas de grada inferior. De forma que una norma jurídica, en cualquiera de sus gradas “no vale –como escribe el propio Kelsen- por tener un contenido determinado […] sino por haber sido producida de determinada manera” (Kelsen, 1986, p. 205) que puede reconducirse a la Constitución y más allá, a la norma fundante presupuesta que fundamenta la validez de la Constitución. La necesidad de esta norma fundante presupuesta se halla en que “la búsqueda del fundamento de validez de una norma no puede proseguir hasta el infinito” sino que “tiene que concluir en una norma que supondremos la última, la suprema” y tal norma suprema “tiene que ser presupuesta, dado que no puede ser impuesta por una autoridad cuya competencia tendría que basarse en una norma aún superior” (Kelsen, 1986, p. 202). La unidad del sistema jurídico reside, así, en que todos sus actos de producción normativa pueden reconducirse a una misma Constitución y, a su través, a una misma norma fundante presupuesta.
            Muy distinta es la concepción de la unidad del Derecho que encontramos en un autor como Ronald Dworkin. Para éste, el concepto de Derecho o de sistema jurídico es un concepto interpretativo. El Derecho no es algo que nos venga dado por las fuentes como un producto acabado, sino algo que resulta de la interpretación constructiva, y la interpretación constructiva –propia de la interpretación de productos culturales como las obras de arte o de prácticas sociales como el Derecho “consiste en atribuir un propósito a un objeto o a una práctica, a fin de hacer de él el  mejor ejemplo posible de la forma o del género al que se considera que pertenece” (Dworkin, 1986, p. 52). La interpretación constructiva es “un asunto de interacción entre propósito y objeto” (id.). En el caso del Derecho, el punto de partida de la empresa interpretativa es un necesario acuerdo preinterpretativo consistente en la identificación generalmente compartida de su objeto: “el Derecho no puede florecer como una empresa interpretativa en ninguna sociedad salvo que haya en ella un acuerdo inicial suficiente sobre qué prácticas son prácticas jurídicas de forma que los juristas argumenten acerca de  la mejor interpretación de más o menos los mismos datos” (Dworkin, 1986, pp. 90-91). Pero este objeto cuya identificación resulta generalmente compartida –el Derecho basado en fuentes, podríamos decir- no agota, en modo alguno, aquello en lo que el Derecho consiste. El “asunto más abstracto y fundamental” del Derecho “es guiar y limitar el poder” del Estado en el sentido siguiente: “el Derecho insiste en que la fuerza no debe ser usada o esgrimida, con independencia de cuán útil sería eso para los fines en perspectiva, y con independencia de cuán beneficiosos o nobles sean esos fines, excepto si ese uso viene permitido o exigido por derechos y responsabilidades individuales que surgen de decisiones políticas pasadas acerca de cuándo la fuerza colectiva está justificada”. (Dworkin, 1986, p. 93). Y de a         cuerdo con la concepción del Derecho defendida por el propio Dworkin, “derechos y responsabilidades surgen de decisiones pasadas y cuentan así como jurídicos, no sólo cuando se encuentran explícitos en dichas decisiones sino también cuando se siguen de principios de moralidad personal y política que las decisiones explícitas presuponen por vía de justificación” (Dworkin, 1986, p. 96). De forma que, en la concepción de Dworkin, el Derecho está formado no sólo por las normas basadas en fuentes, sino también por las normas que cabe coherentemente derivar de la doctrina política más sólida que justifica las normas basadas en fuentes.
            De esta forma, Kelsen y Dworkin se nos aparecen como arquetipos de dos paradigmas distintos a la hora de entender la unidad del Derecho: para Kelsen, la unidad del orden jurídico consiste en la unidad de su sistema de fuentes, en la posibilidad de remitir cada una de ellas a una única norma fundante: “Todas las normas cuya validez pueda remitirse a una y misma norma fundante básica , constituyen un sistema de normas, un orden normativo. La norma fundante básica es la fuente común de la validez de todas las normas pertenecientes a uno y el mismo orden” (Kelsen, 1986, p. 202). Para Dworkin,  bien diversamente, la unidad del Derecho consiste en la coherencia unitaria de sentido de sus contenidos, en el hecho de que todos ellos pueden verse como derivaciones de, e integrables en, una misma filosofía política coherente.
            Esta diferencia en cuanto a la concepción del sistema jurídico se traduce también, como no podía ser de otro modo, en que las visiones de la Constitución de Kelsen y Dworkin ponen el acento sobre aspectos muy distintos de la misma. Para Kelsen, el aspecto esencial de “la forma Constitución que, como forma, puede recibir cualquier contenido” es el de “estabilizar” la Constitución “en sentido material”, expresión esta última que designa “la norma o normas positivas que regulan la producción de las normas jurídicas generales” (Kelsen, 1986, pp. 232-233). Y mientras que esto es lo esencial en la Constitución, la incorporación a su texto de invocaciones a ideales tales como “la equidad, la libertad, la igualdad, la justicia, la moralidad, etc.” le merecen una valoración muy negativa: tales invocaciones “no tienen […] de forma general, un gran significado“ y “no añaden nada a la realidad efectiva del Derecho” por cuanto las concepciones acerca de estos valores “son hasta tal punto diferentes entre sí […], que si el Derecho positivo no consagra una de entre estas concepciones, toda regla jurídica puede justificarse en base a alguna de ellas” (Kelsen, 1988, p.142). Para Dworkin, bien al contrario, invocaciones de este género, al expresar los principios sustantivos básicos del ejercicio justificado del poder, constituyen el aspecto más centralmente característico de las Constituciones: “la mayoría de las Constituciones contemporáneas –escribe- declaran derechos individuales contra el gobierno mediante un lenguaje muy amplio y abstracto” y tales “cláusulas abstractas” deben interpretarse y aplicarse “sobre la base de la comprensión de que las mismas invocan principios morales sobre la decencia política y la justicia”. Esta comprensión subyace, aun de forma implícita, a los procesos de interpretación y aplicación de los textos constitucionales: “juristas y jueces, en su trabajo diario, tratan instintivamente la Constitución como expresando exigencias morales abstractas que sólo pueden aplicarse a los casos concretos por medio de nuevos juicios morales”. Y ello implica que una concepción adecuada de la Constitución, esto es, una concepción que pretenda dar cuenta de las prácticas reales de interpretación y aplicación constitucionales, “coloque la moralidad política en el corazón del Derecho constitucional” (Dworkin, 1996, pp. 2-3).
            La tipología de las normas  y la importancia relativa concedida a cada uno de sus dos grandes géneros (normas constitutivas y normas regulativas) se vincula, pues, a numerosas distinciones y tomas de posición capitales relativas a las funciones constitucionales, a las concepciones (descriptivas y prescriptivas) de la Constitución y del sistema jurídico en su conjunto, a la naturaleza de la interpretación y del razonamiento jurídico, a la relación, en fin, entre Derecho y moral. Y, como antes advertíamos, la importancia relativa de las diversas especies normativas que cabe distinguir en cada uno de estos dos grandes géneros presenta peculiaridades en el texto constitucional, que lo diferencian de otros textos jurídicos. Bastantes de estas cosas irán apareciendo en los apartados que siguen.


            II. Las normas constitucionales regulativas.
            A. Una tipología general de las normas regulativas[6].

            Toda norma regulativa –constitucional o no-correlaciona un antecedente, caso o condiciones de aplicación (estas tres expresiones se entenderán como sinónimas) con un  consecuente o solución normativa (expresiones ambas que se entenderán asimismo como sinónimas) en la que se modaliza deónticamente una cierta conducta. De esta forma, los distintos tipos de normas regulativas –constitucionales o no- obedecerán a las distintas maneras como cabe configurar tanto el caso como la solución normativa. En cuanto a la configuración del caso, la primera posibilidad es que éste esté integrado por un conjunto de propiedades que resulten independientes de las razones en pro o en contra de la conducta modalizada en la solución normativa. Al configurar de esta manera el caso, se pretende que, cuando tales propiedades se dan, se genera un deber concluyente en el destinatario de la norma de hacer lo ordenado en la solución normativa, con independencia de su propia deliberación acerca del peso de las razones en pro o en contra de ello. La segunda posibilidad en cuanto a la configuración del caso es que ésta haga referencia simplemente a que haya una oportunidad para realizar la conducta prescrita en la solución normativa, lo que generaría un deber tan sólo prima facie de realizar tal conducta. Este deber prima facie devendría deber concluyente siempre que (o en la medida en que) las razones en pro de realizar dicha conducta tuvieran peso suficiente para desplazar a eventuales razones en sentido contrario.
            En cuanto a la solución normativa, lo modalizado deónticamente –como obligatorio, prohibido o permitido- puede ser, o bien la realización de una acción, o bien la producción de un estado de cosas. Y como quiera que si bien una cierta acción sencillamente se realiza o no se realiza (sin que quepan modalidades graduables de realización), pero un determinado estado de cosas (caracterizado por la presencia de una cierta propiedad) puede darse en mayor o menor medida (la propiedad en cuestión puede presentar grados diferentes de intensidad) las normas que ordenan la producción de un estado de cosas pueden ordenar, bien producir ese estado de cosas en una cierta medida determinada, o bien producirlo en la mayor medida posible, teniendo en cuenta otros estados de cosas cuya producción viene también ordenada por otras normas.
            De la combinación de estos criterios podemos obtener al menos cuatro tipos ideales de normas regulativas, dos de ellas adscribibles al terreno de las reglas –las reglas de acción y las reglas de fin- y otras dos adscribibles al terreno de los principios en sentido amplio –los principios en sentido estricto y las directrices o normas programáticas-. Veamos cada uno de ellos:
            a) en primer lugar, las reglas de acción. Entenderemos por tales aquellas normas que configuran el caso mediante un conjunto de propiedades genéricas y en las que la conducta modalizada deónticamente en la solución normativa consiste en la realización (u omisión) de una acción. Es el tipo más común de normas jurídicas regulativas y aquel en el que se realiza en mayor grado la pretensión de reducción de la complejidad del razonamiento práctico que acompaña, en general, a la regulación jurídica. Las reglas de acción posibilitan el que su destinatario, dándose las condiciones –propiedades- que configuran el caso, realice la acción ordenada sin deliberar sobre las razones en pro o en contra de ello y desentendiéndose, a la vez, de las consecuencias de la realización de esa acción[7]. Imaginemos, como ejemplos de reglas de acción, una norma de tráfico que ordena no rebasar una cierta velocidad en un cierto tipo de carreteras o una norma tributaria que ordena pagar tal impuesto en caso de realizar una cierta actividad industrial o mercantil. Tales normas pueden ser seguidas, en la inmensa mayoría de los casos a los que se aplican, sin necesidad de deliberación alguna –ni respecto de las razones para no superar el límite de velocidad o para pagar el impuesto ni respecto a las consecuencias de hacer lo uno y lo otro.
            b) En segundo lugar, las reglas de fin. Entenderemos por tales aquellas normas que configuran el caso mediante un conjunto de propiedades genéricas y en las que lo modalizado deónticamente en la solución normativa consiste, no en la realización de una acción, sino en la producción de un estado de cosas en una cierta medida determinada[8]. Las reglas de fin tienen una pretensión de reducción de la complejidad del razonamiento práctico de su destinatario algo menor que el propio de las reglas de acción. El destinatario de una regla de fin puede, desde luego, y de manera análoga a como sucede en el caso de las reglas de acción, desentenderse de las razones en pro y en contra de producir el estado de cosas ordenado y también de las consecuencias que, una vez producido, se deriven de dicho estado de cosas. Pero no puede desentenderse de las consecuencias de sus acciones: pues lo que se le ordena no es la realización de ninguna acción determinada por la propia norma, sino precisamente la realización de acciones que resulten causalmente idóneas para producir el estado de cosas que la norma ordena. Algún ejemplo parece requerirse aquí. Pensemos en una ley tributaria que establezca que los ayuntamientos deben, a partir de una cierta fecha, no incurrir en déficits superiores a un cierto porcentaje (pongamos, el 3%) de sus ingresos. Los ayuntamientos, que supondremos antes deficitarios en porcentajes superiores, pueden dar lugar al estado de cosas ordenado a través de muy diversos cursos de acción: pueden incrementar algunos impuestos (que habrán de seleccionar), limitar ciertos servicios (que habrán asimismo de seleccionar) que antes prestaban con mayor generosidad, combinar en diversas medidas lo uno y lo otro, etc.
            c) En tercer lugar, lo que llamaremos principios en sentido estricto. Estas normas se caracterizan porque en su antecedente no se contiene otra cosa sino que se de una oportunidad de realizar la acción modalizada en el consecuente, y en este último la obligación (o prohibición o permiso) meramente prima facie de realizar tal acción. La obligación (o prohibición o permiso) es meramente prima facie porque la acción ordenada  o permitida en el consecuente de un cierto principio puede ser, en la oportunidad de que se trate, una acción prohibida, naturalmente también prima facie, por otro principio. Por ejemplo, una cierta proferencia verbal puede verse de entrada como un caso de uso de la libertad de expresión, y por tanto como una acción permitida, pero también como un caso de intromisión en la intimidad de una persona, y por tanto como una acción prohibida.
            Dicho de otro modo: los principios, al no determinar –fuera de la condición analítica de que haya una oportunidad para ello- cuáles son las condiciones en las que debe (o puede) realizarse la conducta prescrita en su consecuente, no pueden evitar que, en muchas circunstancias, se de una oportunidad para realizar el contenido de un cierto principio y, también y al mismo tiempo, el contenido de algún otro principio que resulte incompatible con el primero. De ahí que los principios, por su propia configuración, no puedan eximir a sus destinatarios de la tarea de determinar si en unas ciertas condiciones lo ordenado por un principio debe, o no, prevalecer sobre lo ordenado por otro principio que resulte concurrente. Los principios no posibilitan, a diferencia de las reglas, eludir la deliberación sobre las razones en pro o en contra de realizar la acción ordenada por cada uno de ellos frente a las razones en pro o en contra de realizar la acción ordenada por otro principio eventualmente concurrente. Esta deliberación o, como es usual decir, esta ponderación, desemboca en la formulación de una regla que establece, dadas ciertas circunstancias genéricas o condiciones de aplicación, la prevalencia de uno de los principios sobre el otro o, dicho de otra forma, que, dadas ciertas circunstancias genéricas o condiciones de aplicación, debe ser concluyentemente  lo ordenado por alguno de los principios en concurrencia. Un ejemplo puede, una vez más, ser de utilidad aquí. Pensemos, por ejemplo, en el caso constituido por un concurso para el reclutamiento de médicos para hospitales de la Seguridad Social al que aspiran titulados que religiosamente se definen como testigos de Jehová y que, por tanto, consideran que las transfusiones sanguíneas están sujetas a una prohibición divina absoluta. Se concordará en que aquí concurren, de un lado, el principio de prohibición de trato desigual por razón de las creencias religiosas y, por otro, el principio de protección de la vida humana. Supongamos que entendemos que las cosas se plantean de forma distinta en el caso de los  médicos nutricionistas, por un lado, y en el de los médicos especialistas en cuidados intensivos, por otro. En el caso de los nutricionistas entendemos que un médico testigo de Jehová no supone un riesgo apreciable para la vida de los pacientes, pues en esta especialidad no es usual la prescripción de  transfusiones sanguíneas y, en todo caso, al no tener los tratamientos carácter de urgencia, siempre podría intervenir un médico de distinta adscripción religiosa. El caso es distinto, nos parece, en el caso de los médicos especialistas en cuidados intensivos. Estos tienen que tomar rápidamente decisiones en contextos en los cuales la realización o no de una transfusión sanguínea es, literalmente, cuestión de vida o muerte para los pacientes. Supongamos que entendemos que, en virtud de estas consideraciones, en el caso del reclutamiento de nutricionistas prevalece el principio de prohibición de trato desigual por razón de las creencias religiosas, mientras que en el caso del reclutamiento de especialistas en cuidados intensivos prevalece el principio de protección de la vida humana. Las reglas en que desembocan nuestras ponderaciones establecerán, pues, que en el primer caso (en el de los nutricionistas) excluir a los testigos de Jehová que, como tales, creen que las transfusiones sanguíneas están sujetas a una prohibición divina absoluta, está concluyentemente prohibido, mientras que en el segundo caso (en el de los especialistas en cuidados intensivos) tal exclusión de los testigos de Jehová, que sustentan esa creencia, es concluyentemente obligatoria.
            d) En cuarto lugar, lo que llamaremos directrices o normas programáticas. Estas normas se asemejan, por el lado del antecedente, a los principios en sentido estricto: pues no contienen en él otra cosa sino la condición (analítica) de que haya una oportunidad de realizar la conducta prescrita en el consecuente; pero por el lado del consecuente no modalizan deónticamente la realización de una acción, sino la producción de un cierto estado de cosas en la mayor medida posible. Se trata de las normas que, sin especificar una determinada medida (o umbral) de cumplimiento, ordenan a los poderes públicos perseguir determinados objetivos colectivos de muy variada índole, como la preservación de un medio ambiente saludable, la protección del patrimonio histórico-artístico de una determinada comunidad, el pleno empleo, la estabilidad económica. Estos objetivos colectivos, o estados de cosas cuya persecución viene ordenada por las directrices, pueden mantener relaciones causales con acciones muy heterogéneas entre sí. Por ejemplo, el pleno empleo puede fomentarse mediante políticas financieras, salariales, comerciales, educativas, fiscales, de función pública, etc. Por otro lado, estas acciones, a su vez, pueden mantener relaciones causales asimismo muy heterogéneas con estados de cosas ordenados por directrices diversas: cierta política financiera puede, de entrada, contribuir a fomentar el pleno empleo (cuya persecución, por ejemplo, viene ordenada, en el caso español, por el art. 40 de la Constitución), pero contribuir también a deteriorar la estabilidad económica, estado de cosas al que apunta otra directriz (contenida, en el caso español, en el mismo art. 40 de la Constitución); y este deterioro de la estabilidad económica puede, a su vez, acabar teniendo efectos negativos sobre el empleo. Es por ello que, teniendo en cuenta que la propiedad que caracteriza al estado de cosas ordenado por cada directriz es una propiedad graduable y no todo-o-nada, lo ordenado por cada una de las directrices sea maximizar tanto como sea posible esa propiedad, trazando políticas que articulen la procura de esa maximización con la procura de la maximización de las propiedades caracterizadoras de los estados de cosas cuya persecución ordenan otras directrices.
            De ahí que la necesidad de deliberación para actuar guiado por ellos, que resulta común a todos los principios (en sentido amplio), se plantee de forma distinta según que se trate de principios en sentido estricto o de directrices: en el caso de los principios en sentido estricto, como hemos visto, se trata de determinar la prevalencia o no del principio bajo consideración con otros principios eventualmente concurrentes; en el caso de las directrices o normas programáticas, se trata de diseñar y llevar a cabo políticas que procuren el mayor grado de satisfacción posible de los diversos objetivos, interdependientes entre sí, a los que apuntan las diversas directrices.

            B. El alcance de la tipología precedente
            Como se ha indicado, esta tipología de las normas regulativas, que distingue cuatro tipos de las mismas (reglas de acción, reglas de fin, principios en sentido estricto y directrices) es una tipología de tipos ideales. Lo que quiere decir que no queda excluída (a) la posibilidad de normas que se sitúen en la zona de penumbra entre algunos de los tipos distinguidos porque, aun respondiendo desde el punto de vista de su configuración o estructura a uno ellos, se comporten necesariamente, sin embargo, desde el punto de vista de su modo de operar en el razonamiento práctico de sus destinatarios, más bien al modo de algún otro de estos tipos. Y tampoco queda excluida (b) la posibilidad de normas que desde el propio prisma de su configuración o estructura constituyan tipos mixtos, esto es, integren elementos correspondientes a más de uno de los tipos que hemos distinguido. Veamos un ejemplo de cada una de estas posibilidades.
            (a)  Es posible, como ejemplo de lo primero, que una norma tenga estructura de regla de acción, pero que no pueda seguirse sin deliberación, esto es, sin llevar a cabo una ponderación de razones. Que tenga estructura de regla de acción quiere decir, conforme a lo ya visto, que determine, en el antecedente, las circunstancias que constituyen sus condiciones genéricas de aplicación y que ordene, en el consecuente, la realización (u omisión) de una determinada acción. Esta estructura es, por lo que hace a la configuración del antecedente, condición necesaria para que una norma pueda ser seguida por su destinatario sin necesidad de deliberación. Pues si una norma –como es el caso de los principios en sentido estricto- no determina en su antecedente las circunstancias que constituyen las condiciones genéricas en que debe concluyentemente realizarse lo ordenado en el consecuente, esa norma no puede evitar la necesidad, a la hora de seguirla, de deliberar para ponderar las razones en pro de realizar la acción con las eventuales razones en contra derivadas de otro u otros principios que resulten concurrentes. Pero si la estructura de regla es condición necesaria para que sea posible evitar la deliberación no es, sin embargo, condición suficiente. Para completar el conjunto de condiciones suficientes es preciso, además, que la regla posea lo que F. Schauer[9] ha denominado autonomía semántica, esto es, que el destinatario de la misma pueda identificar tanto la conducta exigida por la regla como sus condiciones de aplicación –las circunstancias en que la conducta debe ser realizada- sin necesidad de adentrarse en las razones subyacentes a la misma. Los ejemplos de reglas a los que antes se ha aludido (la que establece el límite de velocidad en caso de circular por cierto tipo de carreteras o la que ordena pagar tal impuesto en caso de realizar una cierta actividad mercantil) reúnen este requisito: podemos identificar lo que la regla exige y en qué circunstancias lo exige sin necesidad de adentrarnos en las razones que la autoridad normativa haya podido tomar en consideración para dictarlas. Pero es obvio que esto no es posible en relación con otras normas que comparten asimismo la estructura propia de las reglas. Piénsese, por ejemplo, en una regla que ordene al juez de familia que, en caso de separación o divorcio entre los progenitores, adscriba la custodia de los hijos menores al progenitor que resulte “en el mejor interés del menor”. Aquí, la identificación de la acción ordenada (¿adscribir la custodia a la madre? ¿adscribírsela al padre?) requiere deliberación acerca de las razones para considerar “en el mejor interés del menor” a una o a otra de ambas posibilidades. Otro ejemplo sería el de una norma que, como la contenida en el código civil español (art. 200), ordene al juez que, dado el correspondiente proceso, declare incapaces –esto es, prive de la capacidad de obrar- a aquellas personas que presenten “enfermedades o deficiencias persistentes de carácter físico o psíquico que impidan a la persona gobernarse por sí misma”. Aquí, determinar cuándo alguien se encuentra imposibilitado para “gobernarse por sí mismo” en el sentido relevante es sencillamente disparatado sin atender a las razones –de protección de ciertas personas frente a sí mismas, supondremos-, que subyacen a la institución de la incapacitación.
            b) Es también posible, como antes se indicaba, que una norma exhiba una estructura mixta, es decir, que integre en ella elementos correspondientes a más de uno de los tipos distinguidos. En particular, son posibles, y no infrecuentes, normas que respondan parcialmente al modelo de las reglas de fin y parcialmente al de las directrices. Es decir, normas cuyo antecedente aparezca configurado al modo de las reglas de fin –esto es, determinando las circunstancias genéricas que constituyen sus condiciones de aplicación- y que en su consecuente ordenen, sin embargo, al modo de las directrices, procurar el logro de un estado de cosas en la mayor medida posible. Un ejemplo sería el de una norma que ordene a un cierto órgano administrativo, en caso de epidemia, la adopción de todas las medidas convenientes para minimizar su impacto[10].

            C. Cuatro acotaciones sobre principios y directrices constitucionales
            a) De entre los diversos tipos de normas regulativas distinguidas, las del tipo más común –esto es, las reglas de acción- no presentan características especiales por el hecho de figurar en un texto constitucional. En cuanto a las reglas de fin, éstas son raras en los textos constitucionales por razones fáciles de comprender: y es que normas que estipulan lograr un estado de cosas en una cierta medida determinada parecen encontrarse en la mayor parte de los casos vinculadas en su fundamentación a datos más o menos coyunturales y ser, por ello, en general poco apropiadas para insertarse en un texto, como lo son los constitucionales, con vocación de duración larga.
            Es precisamente esta vocación de duración larga lo que explica la abundancia y la centralidad, en los textos constitucionales, de principios de los dos géneros distinguidos: principios en sentido estricto y directrices. Ciertamente, una constitución cercana a un modelo puramente mecánico puede tener éxito en su pretensión de duración larga. Y una Constitución normativa pero flexible sencillamente no tiene esa pretensión de duración larga para las normas que la integran: por ello podría estar integrada, en cuanto a sus normas regulativas, centralmente por reglas, sin que de ello se derivara ningún problema especial, pues dichas reglas podrían ser cambiadas mediante simples leyes ordinarias. Pero una Constitución que -como es el caso de las europeas de la segunda postguerra- aúne rigidez[11] y pretensión de supremacía (con el correspondiente mecanismo de control de constitucionalidad para asegurarla) se ve abocada, si quiere tener probabilidades de permanencia, a construir centralmente su dimensión regulativa mediante principios en sentido estricto y directrices. Los principios en sentido estricto ordenan, en su consecuente, aquellas acciones (u omisiones) que el constituyente considera valiosas en sí mismas, sin prejuzgar la jerarquía entre las mismas en las, en principio ilimitadas, combinaciones de circunstancias en que pueda haber una oportunidad para realizar al menos dos de ellas incompatibles entre sí; las directrices ordenan, en su consecuente, la procura de ciertos estados de cosas a la que debe estar orientada la acción de los poderes públicos, sin prejuzgar cómo debe articularse entre sí la procura de estos diversos objetivos ni cuáles sean las políticas que más eficazmente pueden conducir al mayor logro conjunto posible de los mismos.
            De esta forma, por un lado, se sitúan al margen de las decisiones de política ordinaria, del juego ordinario de mayorías y minorías, aquellos valores compartidos que conforman el consenso básico de la comunidad política, tanto respecto de los límites que deben respetar los cursos de acción de los poderes públicos para ser considerados constitucionalmente legítimos como respecto a los fines generales a que deben orientarse esos mismos cursos de acción. Y, por otro, al no especificar ni las relaciones de prevalencia entre principios que operan como límite ni la manera en que deben ser articulados y perseguidos los fines constitucionalmente ordenados, una Constitución compuesta básicamente, en su dimensión regulativa, por principios y directrices, mantiene abierto el proceso deliberativo y evita en gran medida la “tiranía de los muertos sobre los vivos” que se ha achacado con frecuencia al constitucionalismo rígido. A esta “apertura” contribuye asimismo –y a través de ella a la durabilidad de la Constitución- el que la acción ordenada por los principios aparezca caracterizada en buena parte de ellos –si no en todos- mediante esos conceptos con fuerte carga valorativa[12] –libertad, igualdad, honor, intimidad personal, libre desarrollo de la personalidad, no discriminación- que no precisan las propiedades descriptivas que constituyen sus condiciones de aplicación[13], y a los que es usual referirse, desde Gallie[14], como ”conceptos esencialmente controvertidos”. A este mantener abierto el proceso deliberativo contribuye también el que los estados de cosas cuya persecución viene ordenada por las directrices aparezcan caracterizados mediante conceptos en buena medida indeterminados (“pleno empleo”, “estabilidad económica”) cuando no usando también conceptos valorativos (“vivienda digna y adecuada”). Todo ello contribuye a que la Constitución pueda constituir, durante un amplio horizonte temporal, el terreno compartido a partir del cual –como escribe, por ejemplo, Josep Aguiló- “puede construirse una práctica jurídico-política centralmente discursiva o deliberativa”( Aguiló, 2004, p. 143).
            b) La contribución a esta práctica discursiva o deliberativa es, sin embargo, característicamente distinta en el caso de los principios en sentido estricto, por un lado, y en el de las directrices, por otro[15].
            Por lo que hace a los principios en sentido estricto, lo esencial a este respecto es, primero, que –como ya hemos insistido- las relaciones de prevalencia entre ellos no se encuentran predeterminadas en el texto constitucional y, segundo, que –como también hemos indicado- tales principios se suelen encontrar formulados mediante términos que remiten a conceptos esencialmente controvertidos. Estos conceptos esencialmente controvertidos son, en un sentido especial, centralmente vagos. La explicación del sentido en que los conceptos esencialmente controvertidos son centralmente vagos requiere atender a dos características de los mismos: la primera de ellas es que, por su carácter de conceptos evaluativos, los conceptos esencialmente controvertidos dejan abierta la determinación de las propiedades descriptivas que constituyen sus condiciones de aplicación; la segunda característica que resulta ahora relevante de los conceptos esencialmente controvertidos es que –como ha escrito Marisa Iglesias- estos conceptos “se refieren a estándares y bienes sociales a los que atribuimos un carácter o estructura compleja”, pues “a pesar de que consideramos y valoramos el bien en su conjunto, éste tiene diferentes aspectos que pueden ser relacionados entre sí de diversas formas” (Iglesias, 2003, p. 258). La aplicabilidad de estos conceptos –y de los principios que los incorporan- exige así la elaboración de concepciones complejas que articulen cada uno de estos aspectos con el bien en su conjunto, de un lado, y que establezcan  sus relaciones de prioridad con los diferentes aspectos de otros bienes a los que aluden otros conceptos esencialmente controvertidos incorporados a otros principios.
            Estas concepciones posibilitan hacer operativos a los principios respondiendo a las cuestiones de tipo binario que plantea su aplicación, tanto en relación al alcance de los principios constitucionales (¿se encuentra o no la pornografía amparada por el principio de libertad de expresión?) como a las relaciones de prevalencia entre ellos dados diferentes conjuntos de circunstancias genéricas (en relación con la difusión de una noticia con relevancia pública pero que afecta al honor de una persona ¿tiene prevalencia la libertad de expresión o el derecho al honor? ¿la respuesta es distinta según que la noticia haya sido o no diligentemente contrastada? Y, suponiendo la prevalencia de la libertad de expresión sobre el derecho al honor en el caso de noticias de relevancia pública que hayan sido diligentemente contrastadas ¿esta prevalencia se mantiene para el caso de que en su difusión se empleen expresiones injuriosas?) Las preguntas son, como se ve, de naturaleza binaria, tanto si se refieren al alcance de cada principio (¿la difusión de  pornografía es o no un caso de uso de la libertad de expresión?) como si se refieren a las relaciones de prevalencia entre ellos: dada tal combinación de circunstancias ¿prevalece el principio A o el principio B? O, por decirlo de otra forma: dada la misma combinación de circunstancias, ¿la acción X debe considerarse concluyentemente permitida en virtud de la prevalencia del principio A o concluyentemente prohibida en virtud de la prevalencia del principio B? El carácter binario de las preguntas implica que el juicio acerca del establecimiento de una relación de prevalencia entre principios dado un cierto conjunto de circunstancias –y el juicio de una decisión así fundada- es un juicio del tipo todo-o-nada. O, dicho de otra forma, la relación de prevalencia estará correctamente establecida o lo estará incorrectamente, y la decisión en ella fundada será correcta o incorrecta.
            Por lo que hace a las directrices, lo esencial al respecto que ahora nos ocupa es que los fines o estados de cosas a los que cada una de ellas apuntan necesitan, de un lado, ser concretados y, de otro, articulados con los demás fines a los que apuntan las demás directrices. Proponer concreciones de estos fines, elaborar y adoptar políticas que los articulen entre sí y procuren el mayor grado posible de satisfacción de todos ellos es asunto centralmente encomendado al proceso político, a la regla de la mayoría y a la discreción de las autoridades constitucionales. Y aquí, a diferencia de lo que ocurre con los principios en sentido estricto, el juicio acerca de las políticas diseñadas para dar cumplimiento a las directrices no es un juicio todo-o-nada, sino graduable: en relación con un cierto objetivo hay políticas o cursos de acción más o menos eficientes, pero el juicio acerca de la eficiencia de unos y otros y las decisiones acerca de su adopción están encomendados al proceso político ordinario y sólo resultarían constitucionalmente inadmisibles aquellos cursos de acción que cualquier persona razonable no podría ver más que como absolutamente ineficientes, es decir, como absolutamente inidóneos para procurar en grado alguno el objetivo ordenado.
            c) En un famoso texto que está en el origen de toda la discusión de las últimas décadas sobre teoría de los principios, Ronald Dworkin afirmó que “los argumentos de principio son argumentos que se proponen establecer un derecho individual; los argumentos de directriz son argumentos que se proponen establecer un objetivo colectivo. Los principios son proposiciones que describen derechos, las directrices son proposiciones que describen objetivos” (Dworkin, 1978, p. 90). Dejando de lado el peculiar uso dworkiniano de términos como “proposiciones” o “describir”, debe advertirse que esto se ha leído en ocasiones, algo apresuradamente, como si hubiera una correspondencia biunívoca entre principios y derechos individuales. Esto es, entendiendo no sólo que todo principio fundamenta derechos individuales, sino que todos los derechos individuales se fundamentan en principios y sólo en principios. Y esto no es así, porque en nuestros sistemas jurídicos  -y, dentro de ellos, también en nuestras Constituciones- podemos encontrar tanto derechos individuales fundamentados en principios como derechos individuales fundamentados en directrices y derechos individuales que tienen una fundamentación mixta, es decir, una fundamentación en la que concurren tanto principios como directrices. La adscripción de derechos individuales –entendidos como haces de posiciones normativas hohfeldianas[16] o, lo que es lo mismo visto desde otra perspectiva, como los conjuntos de reglas que configuran dichos haces- puede, naturalmente, obedecer a la plasmación de principios en sentido estricto. Éste es el caso de los derechos constitucionales más centrales, de aquellos derechos que –como sucede, por ejemplo, con las libertades individuales o con el derecho a la igualdad de trato- la Constitución adscribe igualitariamente a todos. Y es asimismo cierto que todo principio en sentido estricto implica un derecho individual prima facie. Pero los haces de posiciones normativas, o conjuntos de reglas que las configuran, a los que llamamos derechos individuales, pueden constituir también instrumentos para el logro de objetivos colectivos u obedecer a alguna combinación de ambas cosas, esto es, de plasmación de principios y de instrumento de persecución de objetivos. De forma que, de entre los derechos individuales debemos distinguir entre derechos que corresponden a principios en sentido estricto, derechos que se configuran para contribuir a implementar directrices y derechos que en parte corresponden a principios en sentido estricto y en parte se orientan a implementar directrices.[17]
            Corresponden a principios en sentido estricto aquellos derechos que se orientan a la protección de bienes o intereses que se consideran dignos de igual protección para todos y cada uno de los individuos[18]. Se trata de derechos que se adscriben igualitaria y universalmente, esto es, derechos de los que son titulares todos y cada uno de los individuos y en los que los bienes o intereses que se trata de proteger o promover son bienes o intereses de cada uno de los titulares del derecho. Un ejemplo de este tipo de derechos sería, junto con las libertades individuales o el derecho a la igualdad de trato a los que antes se ha hecho referencia, el derecho de todos a no ser “sometidos a torturas ni a penas o tratos inhumanos o degradantes” (empleando la fórmula del art. 15 de la Constitución española).          Corresponden, por el contrario, a directrices  aquellos derechos que se orientan a la protección o promoción de bienes o intereses colectivos, de bienes o intereses distintos, pues, de los del propio titular del derecho. Un ejemplo de derecho de este tipo es el derecho “a la cláusula de conciencia y al secreto profesional” de que gozan, de acuerdo con el art. 20.1 de la Constitución española, los individuos de una cierta clase, los periodistas. La justificación de estos derechos se halla en que ellos sirven para maximizar un bien colectivo y público, el de la información públicamente disponible. Como ha escrito Francisco Laporta, es para “incentivar el fluido de información en una sociedad deliberante” para lo que se protegen mediante el secreto las fuentes de la información; algo análogo ocurre con la cláusula de conciencia: con ella no se trata de proteger la conciencia del periodista –que no se considera que tenga, como tal, un valor superior a la conciencia de un empleado de pajarería, trabajador de la construcción o profesor de universidad- sino el evitar, dicho de nuevo con palabras de Laporta, que “algunas informaciones u opiniones sobre aspectos de la realidad, cuyo vehículo es un informador o grupo de informadores, dejen de acceder al ámbito del discurso público como consecuencia de un condicionamiento económico de carácter personal” (F. J. Laporta, 1997, pp. 16-7).
            El ejemplo paradigmático de derecho individual provisto de una justificación mixta, esto es, de derecho en cuya fundamentación inciden tanto principios como directrices, es el derecho de propiedad. Pues resulta claro que en la configuración de ese derecho intervienen tanto consideraciones de principio –consideraciones que exigen que ese derecho se adscriba igualitaria y universalmente- como consideraciones en términos de objetivos colectivos –consideraciones que posibilitan una distribución desigualitaria de ese derecho. La justificación en términos de principio del derecho de propiedad se halla en la conexión entre ese derecho y la autonomía personal: un cierto quantum de propiedad –esto es, de control individual de recursos- es condición necesaria para la elección y materialización de cualesquiera planes de vida. Lo que esta justificación de principio de la propiedad exige es meramente la adscripción a todos y cada uno del control individual sobre el quantum de recursos necesarios para poder llevar a cabo una existencia autónoma. Pero en la configuración concreta del derecho de propiedad (esto es, en el sistema de reglas en que consiste esa configuración) cuentan, además de esta razón de principio, razones de directriz que pueden incidir a la hora de diseñar esa configuración concreta de forma que resulte funcional para muy diversos objetivos colectivos. Entre ellos, cabe mencionar, de un lado, la maximización de la riqueza social, que explica que la configuración de la propiedad privada sea más amplia (en cuanto a los bienes susceptibles de devenir propiedad privada de alguien, en cuanto a las facultades del propietario –por ejemplo, por lo que hace a la transmisibilidad hereditaria- y en cuanto a la posibilidad de acumulación de propiedad) de lo que exigiría la mera razón de la autonomía. Y, de otro, un amplio listado de objetivos heterogéneos (como, por limitarnos a algunos que aparecen mencionados en una Constitución como la española, el logro de una distribución de la renta personal y regional más equitativa, la modernización y desarrollo de todos los sectores económicos, el acceso al trabajo, la conservación del patrimonio histórico, cultural y artístico, el acceso a una vivienda digna y adecuada, la protección  de los consumidores y usuarios, la protección de la familia, etc.) que pueden operar como razones para acotar de una u otra manera –en muchas ocasiones, según la naturaleza de los bienes- el alcance de las posiciones normativas que las reglas configuradoras de la propiedad asignan al propietario.  De forma que en derechos como el de propiedad privada tanto principios en sentido estricto y como directrices operan como fundamentos justificativos de la propia configuración del derecho. Los primeros –el principio de autonomía- se plasman en reglas que exigen que en relación con un cierto quantum de bienes sea accesible a todos un haz de posiciones normativas que asegure a cada uno el control individual sobre él; las segundas –prácticamente todas las directrices- contribuyen a diseñar esas reglas constitutivas del haz de posiciones normativas de forma que resulte funcional para el logro de los más diversos objetivos colectivos.
            d) Algunas consideraciones, para terminar estas acotaciones, sobre la prevalencia de los principios en sentido estricto sobre las directrices en nuestros ordenamientos constitucionales[19]. Como ya se ha sugerido en la acotación precedente, la diferencia decisiva entre que una Constitución trate a un cierto bien como asunto de principio o como asunto de directriz es la siguiente: cuando la Constitución considera a un  cierto bien como asunto de directriz, lo que exige que entre en línea de cuenta en nuestros juicios correspondientes es el monto global que de ese bien se haya logrado producir, sin atender a los problemas de distribución individualizada. Y ello es lo que entra en línea de cuenta, desde luego, cuando se trata de bienes públicos, que no son susceptibles de distribución individualizada, como un medio ambiente limpio o un patrimonio histórico o artístico adecuadamente conservado. Pero también hacemos juicios de este tipo en relación con bienes que sí resultan susceptibles de distribución individualizada como, por ejemplo, el empleo o el acceso a una vivienda digna y adecuada. Así, juzgaríamos como exitosa una política de empleo que en el lapso, digamos, de una legislatura, lograse reducir la cifra de desempleados del 15%, digamos, al 5% de la población activa, por mucho que este éxito se distribuyera, desde luego, desigualitariamente, pues dicho 5%  no se beneficiara de él. E igualmente juzgaríamos como exitosa una política de vivienda que en el mismo lapso temporal lograse eliminar una parte sustancial de las infraviviendas existentes, realojando a sus ocupantes en viviendas dignas, por mucho que un cierto número de personas continuase residiendo en infraviviendas. Y también, en algunas ocasiones, operamos así en relación con bienes que, como el respeto a la vida o a la integridad física, entendemos que deben ser adscritos a todos por igual. También en relación con este último tipo de bienes valoramos positivamente políticas que logren disminuir significativamente los casos en que tales bienes son lesionados. Por ejemplo, valoraríamos positivamente una política criminal que, en un cierto lapso, lograra disminuir a la mitad los casos de delitos contra la vida, aun cuando siguieran perdiéndose vidas humanas por delitos de este tipo.
            En todos estos casos tratamos al bien de que se trate como asunto de directriz. Obsérvese que puede tratarse (i) de bienes no susceptibles de ser distribuidos individualizadamente, ni igualitaria ni desigualitariamente, como es el caso del medio ambiente limpio; o bien (ii) de bienes susceptibles de ser distribuidos individualizadamente, pero en relación con los cuales el orden jurídico-constitucional sólo prescribe la maximización y no un determinado modelo distributivo, como es el caso del empleo; o bien (iii) de bienes respecto de los que el orden jurídico-constitucional prescribe la distribución individualizada igualitaria, como es el caso del respeto a la vida.
            Cuando, de acuerdo con la Constitución, consideramos que un cierto bien es asunto de principio, ello implica –en constituciones como las nuestras- que dicho bien debe adscribirse individualizada e igualitariamente, esto es, por igual a todos y cada uno. Esto es, consideramos, de acuerdo con la Constitución, como asunto de principio los bienes que, en la tripartición precedente, ocupan el casillero (iii). Y lo consideramos como asunto de principio porque entendemos que, de acuerdo con la Constitución, el respeto y la protección al disfrute igual de ese bien por todos y cada uno opera como límite a los cursos de acción admisibles para lograr la maximización de bienes de tipo (i), de tipo (ii) o del propio tipo (iii). Es por ello por lo que afirmar la primacía de los principos sobre las directrices no implica de ningún modo, como se ha insinuado en ocasiones, una orientación ideológica conservadora. Afirmar la primacía de los principios frente a las directrices lo que implica, bien al contrario, es que todos y cada uno de los seres humanos han de ser tratados como iguales en ciertos respectos importantes y que esta exigencia igualitaria prevalece, imponiendo límites,  frente al diseño de políticas maximizadoras de cualquier tipo.

            D. Principios explícitos y principios implícitos. Una peculiaridad francesa: los “principios fundamentales reconocidos por las leyes de la República”.
            Tanto si se trata de principios en sentido estricto como de directrices, es usual distinguir, en el ámbito de los principios constitucionales, entre principios explícitos y principios implícitos. Entendemos por principios constitucionales explícitos aquellos que se encuentran enunciados en el texto constitucional, y por principios constitucionales implícitos aquellos que el texto constitucional no enuncia, pero de los que se sostiene que subyacen al mismo, como razones justificativas de reglas constitucionales expresas. Hasta ahora todos los ejemplos de principios constitucionales que hemos utilizado lo eran de principios explícitos, y respecto de ellos hemos subrayado –limitándonos ahora a los principios en sentido estricto- que para su operatividad en el razonamiento jurídico aplicativo requieren, en primer lugar y con mucha frecuencia, ser precisados, pues tienden a encontrarse formulados mediante conceptos esencialmente controvertidos y requieren también, en segundo lugar y esto para todos ellos, de la elaboración de reglas que establezcan, para ciertos casos genéricos, sus relaciones de prevalencia respecto de otros principios eventualmente concurrentes. A estas exigencias, en los principios implícitos se añade otra, ciertamente previa, a saber, la de su identificación como tales principios. En este sentido, parece que cuando alguien afirma que “X es un principio implícito” subyacente a una determinada institución o conjunto de reglas constitucionales está afirmando, por un lado, que las reglas y principios explícitos de esa institución o conjunto de reglas son coherentes con X y recomendando, por otro, que esas reglas y principios explícitos se interpreten de manera coherente con X. Pero este requisito de coherencia o adecuación entre el principio afirmado como implícito  y los materiales normativos explícitos puede ser satisfecho, en ocasiones, tanto por el principio X como por otros candidatos competitivos al título de principio implícito. De ahí que la identificación de principios implícitos constituya, de ordinario, terreno de controversia. Aunque no vamos a profundizar en ello, sí vale la pena señalar que la circunstancia de que la negación de un cierto principio produzca necesariamente incoherencias en la tentativa de presentar como un todo dotado de sentido una institución o conjunto de reglas es un argumento más fuerte, para considerarlo como un principio implícito de esa institución o conjunto de reglas, que el de su mera coherencia de sentido con ellas, que, como se acaba de indicar, se ve con frecuencia desafiada por otros posibles principios.
            En todo caso, la vigente Constitución francesa apela, en materia de principios, a una especie que se sitúa más allá de esta bipartición entre principios constitucionales explícitos y principios constitucionales implícitos. Pues el primer párrafo del preámbulo de la Constitución francesa de 1958 dice que “el pueblo francés proclama solemnemente su adhesión a los derechos del hombre y a los principios de la soberanía nacional tal como han sido definidos por la Declaración de 1789, confirmada y completada por el preámbulo de la Constitución de 1946”. Y en el número 1 del preámbulo de la Constitución de 1946, a su vez, se lee que el pueblo francés “reafirma solemnemente los derechos y libertades del hombre y del ciudadano consagrados por la Declaración de derechos de 1789 y los principios fundamentales reconocidos por las leyes de la República”. A través de esta doble remisión, resultan tener carácter constitucional en Francia ciertos principios que, ni se encuentran explícitamente enunciados en el texto constitucional, ni se entienden implícitamente presentes en él, como razones justificativas que dotan de sentido a disposiciones constitucionales expresas. Los “principios fundamentales reconocidos por las leyes de la República” son principios cuya existencia y carácter constitucional viene afirmado por el texto constitucional, pero cuya identidad depende de su reconocimiento por la legislación ordinaria[20]. Dicho carácter constitucional implica, al menos desde la decisión del Consejo Constitucional de 16 de julio de 1971[21], que tales “principios fundamentales reconocidos por las leyes de la República” deben utilizarse, junto con los consagrados en la Declaración de 1789 y los “principios políticos, económicos y sociales” enumerados en el preámbulo de la Constitución de 1946 y calificados por el propio preámbulo como “particularmente necesarios para nuestro tiempo”, como parámetro de enjuiciamiento de la constitucionalidad de las leyes. Pero, en el caso de los “principios fundamentales reconocidos por las leyes de la Republica”, antes de su uso  se plantea, naturalmente, el problema de su identificación. De acuerdo con el Consejo constitucional, el test de identificación incorpora cuatro condiciones necesarias: ha de tratarse de un principio (1) reconocido sin discontinuidad; (2) por disposiciones legislativas; (3) adoptadas por un parlamento republicano; (4) antes de 1946. Pero este conjunto de cuatro condiciones necesarias no constituye un conjunto suficiente de condiciones, pues una vez reunidas las cuatro condiciones, aun debe distinguirse entre aquellas disposiciones legislativas que resultan de una voluntad genuina de reconocer un principio de aquellas otras que, aun expresando un contenido que pueda razonablemente verse como principial, debe entenderse que responden más bien a razones de oportunidad, aun si éstas se han presentado en una pluralidad de ocasiones y el legislador ha reaccionado de forma uniforme, a lo largo del tiempo, hacia las mismas. Naturalmente, determinar si una cierta disposición (o conjunto de ellas) obedece a la intención de proclamar un principio o a simples razones de oportunidad no es algo que pueda hacerse por medio de la apelación a meros hechos, sino que depende, más bien e inevitablemente, de una cierta concepción acerca de lo que posee valor constitucional, es decir, acerca de qué contenidos normativos deben permanecer, como portadores de tal valor, indisponibles para el legislador ordinario. Sólo así cabe entender que, mientras que el Consejo constitucional y el Consejo de Estado han afirmado el carácter de principios fundamentales reconocidos por las leyes de la República de la libertad de asociación, de la libertad de enseñanza o de la independencia de los profesores de enseñanza superior, hayan negado este mismo carácter a  una institución tan vinculada a la imagen de Francia como el ius soli en materia de nacionalidad[22]. La determinación, de otro lado, de si concurre la circunstancia de que el principio en cuestión haya sido reconocido sin discontinuidad por la legislación republicana no es tampoco una cuestión de puros hechos: según la concepción, referida al principio en cuestión, de la que se parta, ciertas disposiciones aparecerán o bien como excepciones que no afectan a la continuidad del principio o bien como rupturas de esa misma continuidad[23]. 


            III. Las normas constitucionales constitutivas.
            A. Dos especies de normas constitutivas. La estructura de las normas que confieren poderes y, especialmente, de las que confieren poder para legislar.
            Las normas regulativas –de cuyas diversas variedades nos hemos venido ocupando hasta ahora- modalizan deónticamente la realización de acciones o la producción de estados de cosas. Las normas constitutivas, por su parte, establecen cuáles son las condiciones para el surgimiento o la producción de resultados institucionales o cambios normativos. Dentro de ellas podemos distinguir básicamente dos especies, según se trate del surgimiento (no intencional) o de la producción (intencional) de tales resultados institucionales o cambios normativos.
            Las normas de la primera especie –a las que llamaremos normas puramente constitutivas- vinculan el surgimiento de un resultado institucional o cambio normativo a la ocurrencia de un determinado estado de cosas (un hecho o un conjunto de hechos). Su estructura viene a ser la siguiente: “Si se da el estado de cosas X, entonces surge el resultado institucional (o cambio normativo) R”. Un ejemplo de este tipo de normas sería la expresada por la disposición de la Constitución española (art. 12) de acuerdo con la cual la mayoría de edad se alcanza a los 18 años. Esto es, si se produce el estado de cosas de que una persona de nacionalidad española cumple 18 años de edad, entonces esa persona pasa a tener el status normativo de mayor de edad (esto es, pasa a tener plena capacidad de obrar, plenos derechos políticos, etc.). O, si se prefiere decirlo así, en sintonía con la presentación ya clásica de Searle (1995), el hecho de haber cumplido 18 años de edad cuenta como ser mayor de edad (tener plena capacidad de obrar, etc.) Otro ejemplo serían las normas que, en nuestros sistemas, determinan el surgimiento de fuentes-hecho, o, más específicamente, de costumbres que el juez debe reconocer como jurídicas. En una versión inevitablemente algo simplificada, podríamos decir que, de acuerdo con tales normas, si se produce el estado de cosas de que (1) existe una regla social (esto es, la repetición general, frecuente y pública de un cierto patrón de conducta que socialmente se considera como obligatorio), (2) el contenido de esa regla social no es inconsistente con el de otras normas jurídicas y (3) ese mismo contenido es relevante para el Derecho, ese estado de cosas cuenta como el surgimiento de una costumbre jurídica, que el juez debe usar, dándose el caso apropiado, como fundamento de su resolución (cfr. sobre ello, Aguiló, 2000, pp. 87 ss.).
            La otra especie de normas constitutivas está compuesta por las normas que confieren poderes normativos. Estas normas vinculan la producción de un resultado institucional o cambio normativo a la ocurrencia de un estado de cosas junto con la realización deliberada de una acción (o de una secuencia de acciones: un procedimiento) orientada a esa producción. De forma que su estructura viene a ser la siguiente: “Si se da el estado de cosas X y un sujeto S realiza la acción (o secuencia de acciones) Y entonces se produce el resultado institucional o cambio normativo R”. Por poner un ejemplo muy simplificado: Si se da el estado de cosas de dos personas sin vínculo matrimonial entre sí ni con otras personas, y ambas realizan la acción de manifestar su consentimiento para ello ante un cierto funcionario, entonces se produce el resultado institucional o cambio normativo de que pasan a estar casadas entre sí, esto es, pasan a tener derechos y obligaciones recíprocos que antes de ello no tenían. O bien: si se da el estado de cosas de que un cierto proyecto de ley es sometido a votación en sesión plenaria del Parlamento y vota a favor un número superior de parlamentarios del que vota en contra, entonces se produce el resultado institucional o cambio normativo consistente en la edicción de una nueva ley.
            Dentro de los poderes conferidos por estas normas debemos distinguir entre poderes de autonomía (poderes característicos del Derecho privado y que posibilitan producir cambios normativos que afectan al propio titular del poder: contraer matrimonio, contratar, etc.) y poderes de heteronomía (poderes característicos del Derecho público y que posibilitan introducir cambios normativos que afectan a personas distintas del propio titular del poder: poderes para nombrar cargos públicos, para resolver autoritativamente las disputas entre particulares, para dictar normas generales, para controlar la regularidad del ejercicio de otros poderes normativos, etc.). Dentro del ámbito constitucional nos interesa especialmente una subespecie de las normas que confieren poderes de heteronomía: las normas que confieren poderes para dictar normas jurídicas generales, esto es, leyes (en sentido amplio). Tales normas que confieren poderes para dictar normas generales constituyen, de acuerdo con Kelsen, la “constitución en sentido material” (Kelsen, 1986, pp. 232 ss.). Este concepto de “constitución en sentido material” es un concepto ajeno a estas páginas, en las que estamos operando con el concepto de “constitución formal”. Pero tal “constitución en sentido material” constituye el contenido sine qua non de la constitución en sentido formal, esto es, del documento normativo que entendemos como situado en la cúspide del sistema jurídico precisamente porque, entre otras cosas, determina quiénes y mediante qué acciones (procedimientos) tienen la capacidad de producir normas jurídicas generales.
            Unas líneas más arriba exponíamos la estructura general de las normas que confieren poderes. Pero, en el caso de las normas que confieren poder para producir normas jurídicas, en su antecedente hemos de añadir, junto a los elementos del estado de cosas, del sujeto o sujetos y de la acción (o procedimiento), un elemento ulterior: el del contenido (cfr. Atienza y Ruiz Manero, 2003) . De forma que la estructura de una norma que confiere poder para producir otras normas (y, más en concreto, de una norma constitucional que confiere poder para legislar) sería la siguiente: si se da el estado de cosas X y los sujetos S realizan la secuencia de acciones (el procedimiento) Y dando lugar a un contenido C, entonces se produce el resultado institucional R (esto es, en el caso que estamos considerando, una ley válida).
            Dentro del esquema anterior, el estado de cosas X comprendería, dentro de la norma que confiere poder para la producción legislativa, los diversos ámbitos de competencia (ámbitos de validez) de la ley: material, personal, temporal y espacial. La secuencia de acciones Y equivale al procedimiento complejo del dictado de una ley: la serie de acciones que configuran el iter que va desde la presentación del proyecto de ley hasta la publicación de la ley. Los sujetos S serían los órganos a los que corresponde efectuar cada una de la serie de acciones que integran este procedimiento complejo: el Gobierno, a la hora de la presentación de un proyecto de ley, la mesa (o el Presidente de la Cámara) a la hora de convocar una sesión, etc. El elemento C (contenido) alude al contenido proposicional constitucionalmente admisible (o, si se prefiere decirlo así, a los límites del contenido proposicional constitucionalmente admisible) en la regulación legislativa.

            3.2. Validez constitutiva y validez regulativa. Una tensión irresuelta en los criterios constitucionales de validez jurídica.
            El resultado institucional del uso de una regla que confiere poder para legislar es una ley válida. Pero este último término (“válida”, “validez”) es ambiguo, pues puede significar dos cosas distintas: de un cierto resultado institucional decimos que es “válido” para significar que es una instancia de aquello de lo que pretende ser una instancia. En este sentido decimos, por ejemplo, que una sentencia dictada por un juez de lo penal, en un caso que le ha correspondido enjuiciar, es una sentencia “válida”, en tanto que no lo es una “sentencia” dictada por un estudiante en una clase de prácticas de Derecho penal; o, por seguir con los ejemplos, que una ley que ha recibido la mayoría de los votos del Parlamento es una ley “válida”, en tanto que  no lo es una “ley” que ha recibido la mayoría de los votos de una asamblea sindical. Para este sentido de validez reservaremos el término “validez constitutiva”. Que un resultado institucional sea constitutivamente válido significa que, de acuerdo con el Derecho, debe ser reconocido como una instancia de aquello de lo que pretende ser una instancia: de sentencia o de ley, por seguir con los ejemplos.
            Pero también hablamos de “validez” en un segundo sentido, de acuerdo con el cual podríamos decir, dándose determinadas circunstancias, que la sentencia, dictada por el juez de lo penal, o la ley, votada mayoritariamente por el Parlamento, son inválidas. Eso diríamos, por ejemplo, si la sentencia se hubiera dictado sin respetar las formas esenciales del proceso (vulnerando por completo, pongamos por caso, los derechos de defensa) o hubiera impuesto una pena distinta de la prevista por el Código penal. Y, tratándose de la ley diríamos eso, por ejemplo, si una ley estatal española versara sobre materias que, de acuerdo con la Constitución y el correspondiente Estatuto de Autonomía, son de la competencia exclusiva de una cierta Comunidad Autónoma  o si la regulación expresada en el texto de la ley vulnerara el contenido esencial de algún derecho fundamental. Para este sentido de validez reservaremos el término “validez regulativa”.
            Pues bien: en ambas acepciones, “validez” parece funcionar como un término de enlace entre ciertos antecedentes y ciertas consecuencias. Esto es, si afirmamos que una ley (o cualquier otro resultado institucional) es válida podemos estar apuntando, bien a que su producción se ha llevado a cabo de acuerdo con ciertos requisitos, bien a que, de acuerdo con el sistema jurídico, debe desplegar los efectos propios de la ley (o del resultado institucional de que se trate). Si atendemos, por ahora, al antecedente de la validez, diríamos que la validez regulativa de una ley requiere que la misma se haya producido de acuerdo con todos los requisitos (de materia, de órgano, de procedimiento y de contenido) establecidos en la regla que confiere poder para dictarla, en tanto que para su validez constitutiva –para que deba ser reconocida como tal ley- basta, en último término, con la mera circunstancia de que haya sido dictada por un órgano no manifiestamente incompetente, por mucho que ese órgano (por ejemplo, las Cortes españolas) haya invadido materias reservadas a la competencia de otro órgano (por ejemplo, el Parlamento de una Comunidad autónoma) o haya vulnerado los límites de contenido admisible de las leyes fijados por la Constitución (por ejemplo, porque haya desconocido el contenido esencial de algún derecho fundamental). Pero si del antecedente de la validez pasamos a las consecuencias de la validez resulta que, tanto en el caso de la ley que goza de validez regulativa como en el de la ley que es tan sólo constitutivamente válida, las consecuencias son, de entrada, las mismas: las normas contenidas en ambas leyes son, en tanto no sean anuladas por el Tribunal Constitucional, jurídicamente obligatorias. Se diría, con razón, que en el caso de la ley regulativamente inválida el Tribunal Constitucional tiene el deber de anularla, en tanto respecto de la ley regulativamente válida tiene el deber de rechazar las pretensiones de que sea anulada. Esto, naturalmente, es así, pero del mismo modo que no está garantizado que el legislador no dicte leyes inconstitucionales, tampoco está garantizado que el órgano de control de la constitucionalidad, el Tribunal Constitucional, actúe de acuerdo con sus deberes constitucionales. Y si el Tribunal Constitucional resuelve declarar que es constitucional una ley inconstitucional, la obligatoriedad jurídica de las normas contenidas en esa ley es, tras esa resolución, jurídicamente inatacable. De análoga forma, si, por el contrario, resuelve anular, tachándola de inconstitucional, una ley constitucional, esa ley queda, tras esa resolución, expulsada definitivamente del ordenamiento.
            Que esto sea así, que las decisiones de las autoridades normativas (en el ejemplo de que ahora nos ocupemos, del Tribunal Constitucional) estén investidas de autoridad aun cuando sean contrarias a los deberes que gravitan sobre esas mismas autoridades, no es un rasgo accidental de nuestros sistemas jurídicos, sino algo que depende de la propia noción de autoridad. Pues ser autoridad implica, como enfatizara Joseph Raz (1991) que, en el ámbito en que se es, las propias decisiones son vinculantes por mucho que estén equivocadas. Lo cual, a su vez, encuentra su razón  de ser, por lo que hace a las autoridades jurídicas, en que, como escribe Ángeles Ródenas (2006), “la eficacia de todo este entramado institucional de autoridades depende en buena medida de dotar de fuerza presuntiva a las decisiones que alcanzan” de forma que “la mínima apariencia de cumplimiento de las exigencias [que figuran en la norma que confiere poderes] pone en marcha todos los efectos jurídicos previstos para los resultados normativos regulares”.
            Pero esto, con todo, no cierra la cuestión. Pues si bien es cierto que una Constitución reclama obligatoriedad para las prescripciones de las autoridades que ella misma instituye, no lo es menos que, en el caso de las Constituciones normativas, también reclama obligatoriedad para todos los principios (y reglas) que ella misma contiene. Qué peso haya que dar a lo que podemos llamar principio de obediencia a las autoridades instituidas por la Constitución frente a otros principios contenidos en la misma Constitución es algo que, naturalmente, el texto de la Constitución no determina, ni puede determinar, porque se trata de una cuestión de criterios últimos de interpretación constitucional. Es decir, de criterios que, por su carácter último no pueden ser más que criterios aceptados, no criterios ordenados por la Constitución. Y que no pueden dejar de constituir, por ello, terreno de enfrentamiento entre diversas concepciones constitucionales. Y, si se me permite concluir así, diré que la capacidad para articular en un todo coherente estas dos dimensiones principales de la Constitución –su dimensión constitutiva de autoridades y su dimensión sustantiva (de principios y otras normas)- es una de las reglas ideales (en el sentido de von Wright, 1979) más importantes desde las que evaluar concepciones constitucionales en competencia.


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[1] Cfr.Guastini (2001).
[2] La excepción es la de las normas regulativas que disciplinan el uso de poderes normativos, pues tales normas regulativas presuponen normas que confieran los poderes de que se trate. Así, por ejemplo, la norma que impone al juez el deber de fallar o la que impone al legislador el deber de respetar ciertos derechos y libertades presuponen normas que confieran poder jurisdiccional y legislativo, respectivamente.
[3] Cfr. MacCormick (1981).
[4] Aguiló (2004).
[5]   Sobre esta clasificación, Troper (1999).
[6] Esta tipología general de las normas regulativas, como también la que aparece más adelante referida a las normas constitutivas, proviene de Atienza y Ruiz Manero (1996).
[7] Esta pretensión de excluir la necesidad de deliberación para determinar lo que concluyentemente debe hacerse fracasa, sin embargo, cuando el caso individual al que nos enfrentamos obedece a alguno de los dos supuestos siguientes. El primero de ellos es que, aun siendo subsumible en el caso genérico contemplado en la regla, no se le apliquen, sin embargo,  las principales razones que respaldan a ésta. De tales casos decimos, utilizando categorías de Raz (1991) que se encuentran fuera del alcance de la regla. Un ejemplo de ello sería, en relación con la regla que prohíbe la circulación de vehículos en un parque, la introducción en el mismo de automóviles, en horas en que el parque se encuentra cerrado al público, con vistas a una exposición de los mismos. El segundo supuesto es que el caso individual, aun siendo subsumible en el caso genérico contemplado en la regla y aplicándosele las principales razones que respaldan la regla, sin embargo se le apliquen también razones más fuertes no tenidas en cuenta en la regla. De tales casos decimos, usando las mismas categorías, que constituyen excepciones a la regla. Un ejemplo sería, en relación con la misma regla del ejemplo precedente, el que una ambulancia penetre en el parque, en un momento en el que éste se encuentra abierto al público, para recoger a un herido que podría desangrarse de no recibir una asistencia inmediata. Sobre estos problemas, además de Raz (1991), véase, sobre todo, Ródenas (1998) y Atienza y Ruiz Manero (2000).
[8] La distinción entre reglas de acción y reglas de fin es relevante –y no una mera cuestión de estilo redaccional de la autoridad normativa- cuando el estado de cosas cuya producción se ordena no es el resultado –en el sentido de von Wright (1979)- de ninguna acción determinada. Como es sabido, von Wright denominaba resultado de una acción aquel cambio en el mundo que guarda una relación intrínseca o conceptual con la acción de que se trate; las consecuencias de una acción son, por su parte, –siempre de acuerdo con von Wright- cambios en el mundo que guardan una relación extrínseca o causal con la acción correspondiente. Ésta última es la relación pertinente en el caso de las reglas de fin y también, como se verá, en el caso de las directrices.
[9] Schauer (1991).
[10]  Sobre esto, Lifante (2002).
[11] Entendemos por “constituciones flexibles” aquellas respecto de cuyas normas vale, como mecanismo derogatorio, el simple juego del principio de lex posterior por obra de simples leyes ordinarias. Una Constitución es rígida si exige condiciones más gravosas para la derogación de sus normas. El grado mínimo de rigidez vendría dado por la exigencia, para la sustitución de unas normas constitucionales por otras, de la derogación expresa de las primeras (en este sentido Aguiló (2004), p. 127 y Bayón (2004).
[12]  Ambas circunstancias –no establecimiento de las relaciones de prevalencia entre principios y caracterización de la acción mediante propiedades con fuerte carga valorativa- se justifican –como indica Juan Carlos Bayón- “porque no sabemos ser más precisos sin correr el riesgo de comprometernos con reglas ante cuya aplicación estricta nosotros mismos retrocederíamos en circunstancias que, sin embargo, no somos capaces de establecer exhaustivamente de antemano” (Bayón, 2000, p. 84).
[13] La distinción entre el significado y las condiciones de aplicación de los términos que designan propiedades valorativas proviene de Hare (1952).
[14] Gallie (1956)
[15] Lo aquí sostenido se separa, como se verá a continuación, de la conocida tesis de Robert Alexy según la cual todos los principios en sentido amplio –esto es, principios en sentido estricto y directrices, indiferenciadamente- constituirían mandatos de optimización. Sobre esta tesis véase Alexy (1988, 1993, 2003) y, críticamente, Atienza y Ruiz Manero (1996, 2000) y Ruiz Manero (2005), donde se sostiene que la tesis del mandato de optimización es únicamente adecuada para las directrices.
[16]  La alusión es, naturalmente, a Hohfeld (1968).
[17] Sigo aquí lo expuesto por M. Atienza y yo mismo en Atienza y Ruiz Manero (2000), pp. 49 ss.
[18] “Todos y cada uno de los individuos” es, aquí, una expresión ambigua. Según el derecho de que se trate, puede significar “todos los seres humanos”, “todos los ciudadanos” o “todos los capaces de obrar” (cfr. Ferrajoli, 2001). Prescindiremos aquí de esta complicación.
[19] Respecto de este problema, sigo en el texto lo ya expuesto en Ruiz Manero (2005).
[20] Por ello, la categoría de los “principios fundamentales reconocidos por las leyes de la República” desborda, en cierto modo, la usual distinción entre principios constitucionales explícitos y principios constitucionales implícitos y puede considerarse, como ha indicado V.Champeil-Desplats (2001), “una categoría explícita de principios implícitos”. Pues, como ha escrito esta autora, « la notion de principes fondamentaux reconnus par les lois de la République, parce qu’elle se trouve inscrite dans le préambule de la Constitution du 27 octobre 1946 auquel fait référence celui de la Constitution de 4 octobre 1958, peut recevoir la qualification de principes constitutionnels explicites.  En revanche, puisque les principes auxquelles cette notion renvoie sont censés être identifiables dans des textes juridiques –les lois de la République- mais qui ne son énumérés nulle part, nous les qualifierons d’implicites » (Champeil-Desplats, 2001,p. 33).
[21] Se trata de la decisión en que, por primera vez, el Consejo Constitucional afirma explícitamente que el control de constitucionalidad de las leyes se extiende también a la conformidad de éstas con el preámbulo de la Constitución.
[22] Las leyes de la República han establecido sin discontinuidad que toda persona nacida en Francia tiene, por ese solo hecho, derecho a adquirir la nacionalidad francesa, pero dicha constancia legislativa, según el Consejo constitucional, no es expresión del reconocimiento de un principio sino que debe explicarse “pour des motifs tenant notamment à la conscription”, esto es, por razones de oportunidad de carácter no principial.
[23] En este sentido Bruno Genevois ha escrito que « l’expérience démontre qu’il n’est pas toujours aisé de faire le départ entre les exceptions qui n’entanent pas le principe dans sa substance et les dérogations qui en affectent l’autorité » (Bruno Genevois, 2000, p. 29). 

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